Resulta irónico, sobre todo para alguien que escribe, asumir
que el silencio nos aproxima al Dao. Cada palabra resuena como el eco de un pensamiento
que surge incesante, aunque la lluvia no sea constante y el viento no sople con
furia permanente en la mañana; el pensar obedece a otro instinto que cumple su Dao
de forma peculiar.
El alma no admite tantas metáforas como pensamos, ni puede ni
debe confundirse con una forma de pensamiento menos agresiva. El alma es algo
que sentimos profundamente y que inunda nuestros actos, nuestros pensamientos y
nuestro ánimo para la vida.
El silencio es pues el sonido del alma, una forma de acción
permanente que nos exige naufragar en nosotros mismos sin ningún tipo de miedo.
Es el contrapunto de un sonido insistente que no admite más rebaja que la
comprensión de su inútil regocijo. Repetir, una y otra vez lo mismo, pero con
matices, así se articula nuestro proceso mental para interpretar y ajustar el
escenario a nuestro actor imaginado.
El silencio al que nos llama el texto es el silencio del
reflejo. Es tapar temporalmente el espejo para dejar de seguir confundiendo la
realidad con un reflejo un poco menos real que su origen.
El silencio que el texto nos invita a explorar para
acercarnos al Dao es el de nosotros hacia nosotros mismos, es la ruptura de la
palabra para abordar sensitivamente lo inmediato, sin intermedio verbalizado
que exija el uso de procesos que no sirven para lo alto. Parar de hablarnos es
una forma de decirnos que empecemos a sentirnos, a sentir, a dejar de
interpretar para percibir directamente lo que no admite reflejo alguno entre verbos,
sujetos, oraciones y circunloquios.
Ese es el Dao que necesita ser abordado sin verbos que no lo pueden
definir. El libro insiste una y otra vez en lo mismo desde una miríada de
ángulos distintos, para que nada escape al sentido real de la propuesta.
Debemos dejar de verbalizar racionalmente en la superficie del estanque para
que las vibraciones de nuestra respiración no ondulen una superficie, una
superficie que pide quietud para darnos transparencia, que pide contención para
que podamos percibir un fondo sin distorsión, que pide tiempo y fijación para
que la luz que llega de arriba consiga mostrarnos claramente lo que yace en lo
más profundo de su densa contención.
Pero siempre contrasta la llamada permanente a decir lo que debemos
hacer sin dar apenas instrucciones de cómo hacerlo. Parece como si el mero
hecho de tomar conciencia abriera las puertas al conjunto de instrucciones
particulares que pueden ayudarnos a revelar el proceso. Todo está más cerca de
lo real cuando no partimos de la idea para empezar la exploración.
Quizá de esto va la instrucción simple y a la vez compleja de
calma, quietud, silencio e insistencia. Dejar que el proceso ocurra, no dirigirlo.
Sentarse y observar, una y otra vez, cómo nuestros modelos mentales se van
deshaciendo uno a uno cuando podemos verlos de forma objetiva.
Pensar en cómo podemos dejar de pensar nos sume en un estado
imposible de avance. Es preciso dejar de hacerlo todo un instante, estar quieto,
callado, expectante. No podemos ni debemos intervenir, solo respirar, relajar,
sentir sin reflexión, mirar sin identificarnos, vibrar sin alterar la materia.
Ese es el Dao que nos acerca, el que propone dejar de nadar
para que el cuerpo se hunda definitivamente en un mar silencioso de calma y luz,
el que no pide superficie para poder seguir respirando. Una profundidad que nos
ayuda a percibir el sentido real del Ser y que nos aísla con fuerza de las fisuras
por las que el alma se escapa hacia lo externo cuando las aristas de las palabras
rasgan su envoltura natural.