Llevar tacones o ponerse de puntillas nos hace parecer altos como no somos. En el Tao la apariencia choca frontalmente con la realidad para conjugar sus pareceres. No podemos elevarnos más de lo que somos, pero ¿quién sabe realmente lo que es? El deseo de estar vinculado al mundo, de formar parte de él sin menoscabos no es cuestión baladí.
Es el ignorante el que sueña con un trono solitario desde el
que ser admirado pero incomprendido. La fama no es apta para aquellos cuya
misión es mundana, diaria, constante y sin brillo. Es importante no aspirar a
aquello para lo que no estamos hechos, para lo que no estamos preparados o para
lo que sentimos que nos acabará destruyendo como a tantos.
Las cimas están para escalarlas y bajar de ellas de
inmediato. La visión, el eco de la imagen que nos permite el ascenso y la cima
misma son ya diferentes cuando bajamos reflexionando sobre todo ello. La bajada
entraña también sus peligros, pero el espíritu pleno por la cercanía del cielo
sigue ensimismado en el inmediato recuerdo de estar por encima de las nubes.
Así, ser y parecer se confunden mientras que la misma bajada
desde aquello que conseguimos nos ayuda a ir pensando en la siguiente; el
próximo reto que nos enseñará, nos dañará y nos elevará como siempre ocurre cuando
perseguimos sueños de cualquier tipo. Dejar de soñar es dejar de vivir porque,
aunque la vida no es un sueño, son los sueños los que nos preparan para vivir
una vida ascendente y con sentido. Son los sueños que vivimos en los juegos
infantiles, los que nos enseñan qué significa ser rey o reina, cómo se siente
el maltratado, como se angustia el perseguido y cómo palpita el corazón cuando
la felicidad y el esfuerzo van de la mano en un mismo momento.
El cielo nos enseña desde arriba con sólo mirarlo, pero
tenemos que intentar ascender, dejarnos de un Tao mundano apagado, inservible,
que mantiene en remojo las legumbres de nuestro sentido común para intentar
parar el dinamismo explosivo de la vida. No es cierto, el Wu Wei no es quedarse
parado, es ir en busca del origen, del presente y del destino en un único
caminar constante, ascendente y esforzado hacia las cimas que nos llaman desde
el cielo.
Es el alma el que lo sabe, el espíritu el que conecta los
engranajes de una mente que deja de dudar entonces, califica su presente como
punto de partida y pinta un camino hacia el cielo lleno de los colores que
presiente en su interior. Es el alma el que lo dicta, es el espíritu el que lo
sueña y es la mente la que percibe la orquesta sinfónica de cada instante
navegando entre nosotros con sus pros y sus contras amontonados.
Mirarse en un espejo es la mejor forma de tropezar cuando la
carrera es continua, cuando la mirada se exige al frente y el suelo que pisamos
nos muestra sin miramientos que nada es regular en el camino. Saltar, caer,
levantarse, volver a correr, descansar y mirar hacia arriba sin desanimo; nada
importa salvo el camino y recorrerlo con perseverancia.
Volvemos a mirar desde arriba, de puntillas, rápido para no
ser observados y tomamos aquello que necesitamos, que está justo por encima de
nosotros, no muy alto, quizá unos pocos dedos de más, esos que separan nuestros
talones del suelo. Ahí estamos un pequeño instante para volver a bajar y
recuperar el sólido paso que la vida nos exige momento a momento.
Así caminamos, con la ilusión de nuestras visiones, con el
valor de un presente lleno de sentido entre nosotros mismos y junto a todos
aquellos que circulan a nuestro alrededor. Todos y todas las que en ese preciso
instante pueden tener la misma experiencia, sin posibilidad de compartir el
sentimiento; eso es solo para la mirada y algo que no sabemos descifrar.
Esa es la gratitud hacia el cielo, la postura humilde del
que comprende que todos los procesos contenidos están siempre en su máximo
valor inmediato. Que aquello que soñamos puede ser parte del sueño de otros,
que aquello que amamos puede ser el mismo amor que otros perdieron y que
aquello que añoramos está en un espacio y tiempo en el que no existe la
añoranza.
Conscientes de la magnitud de las distancias, nos
conformamos con nuestro poco y con el poco tiempo que nos da la existencia para
comprender que nadie es más que nadie y que todos y todas estamos juntos en
esta eterna y trascendente experiencia de existir.