Aquello que excede nuestros límites siempre nos atrae de algún modo. Vislumbramos horizontes que se prolongan mucho más allá de las fronteras naturales de nuestro tiempo. Grande, siempre grande y distante, se escapa unos centímetros más siempre que damos un paso.
No hay pasos de gigantes en lo cotidiano, tan solo desplazamiento en una línea infinita de progresión. El alma del hombre subyace a los railes de un tren que nunca pasa por el mismo sitio, pero que siempre está en todos de una forma u otra.
El verano, el otoño o el invierno fluyen incansables buscando una primavera que se escapa nada más llegar. Es difícil construir un relato interior con un final siempre inesperado o carente de finales posibles. Duro y confiado, el buscador se adentra en el ínfimo segmento que le corresponde para ser testigo desde ahí de su magnífica insignificancia.
Lo grandes es siempre tan grande que no podemos imaginar sus límites. Pero podemos al menos «imaginar», algo que él, por grande e inabarcable, a delegado en nosotros, la mínima porción de conciencia que hemos conocido hasta ahora. Son el cielo y la tierra los dos polos de una tensión que solo resuelve el desenlace equivocado que nos arrastra a formar de nuevo parte desordenada de un todo.
¿Por qué esta tensión entre orden y caos? ¿Acaso queremos realmente entender algo que no puede tener sentido humano en su raíz? Abstraerse es la única vía para la calma, el único remedio para una conciencia que persigue sin dudar lo inabarcable. Son el estanque del silencio y la inmediata verdad los únicos que pueden saciar nuestra sed de paz para la vida, nuestra felicidad incondicional, nuestro sentimiento de ser tan solo nosotros mismos.
Lo grande es tan grande que nos engulle si pretendemos engullirlo, nos digiere si pretendemos entender su magnitud desde el hormiguero de almas que fluctúan en un magma expansivo interactivo. Es ahora cuando sollozamos, es ahora cuando amamos, es ahora cuando esperamos, es ahora siempre.
El fin de los tiempos es el comienzo de los tiempos. El principio de todo no es más que una parpadeo que se puede estropear enseguida, es una mota de polvo en el instante de tocar el suelo húmedo que todo lo disuelve. El comienzo es ese instante que desaparece sin remordimiento mientras la propia creación sigue un curso dibujado por un dios que sueña que un día fue millones de veces más pequeño de lo que él mismo puede soñar. Así, los pequeños soñando en grande y el grande soñando en pequeños se configura un escenario interactivo que confundimos con el existir.
Comentarios
Publicar un comentario