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El maestro. 71


Entender en qué punto del camino debemos pararnos para explicar lo inexplicable es trabajo de sabios, de ingenuos o de inagotables. El motivo de enseñar se difumina si no se encuentran escondidas las claves del misterio profundo de lo evidente. Nadie sabe nada y todo el mundo esconde en su interior todo el conocimiento necesario. El maestro lo sabe. El incauto permanece a la espera de que las revelaciones que debe construir ocurran como por arte de magia.

Nada puede suscitar lo profundo sin una cuestión irresuelta. Dar esa luz es imposible sin haber germinado antes la oscura presencia de la duda. Es ahí donde radica el arte de enseñar.

El enojo es el compañero del que aprende esperando que todo sea tal y como espera. El nombre no se revela, pero la luz comienza a aparecer al fondo de la primera pregunta. Es el maestro el que prende ese fuego, desde su ejemplo inmaculado o desde la oscura incoherencia que existe en la superficie de toda persona.

No es bueno, no es ejemplar, no es imprescindible, pero sin él no hay cuestiones que puedan abordarse desde terrenos que no tienen la fertilidad de las preguntas. Ese maestro vive dentro, pero se nos esconde, tan solo los años lo invitan a surgir de vez en cuando. Cuando esta efervescente acción se repite, solo entonces, comenzamos a soplar las velas de lo inmediato. Es el alma que grita en silencio pidiendo concluir procesos que no pueden nunca finalizar.

En realidad, no necesitamos finales, tan solo espacios que delimiten temporalmente lo que ya se ha comprendido. Conscientes de que no podemos transformar aquello que aún no tiene forma, nuestro primer esfuerzo consiste en transformar nuestra propia inconsistencia manifestada en una forma de certeza temporal y transitoria.

El aliento de ese esfuerzo lo acaba inundando todo de continuo. Permanece sin que exista un antes o un después de él. Emerge desde lo que ya estaba para ocultarse en lo que sigue siendo evidente. Es ahora o nunca cuando nos asomamos al vacío al que nos invita ese que ha caído antes que nosotros.

Él, que cayó en la cuenta en un momento inesperado, vuelve a salir del fango de lo increíble para sumergirse de nuevo acompañado. Aquellos que van a su lado sufren su fatiga, pero reviven sus luminosas cuestiones. Así pueden naufragar juntos en islas absolutamente desiertas de todos ellos. Islas sin principio ni final en el que esconder los recónditos mensajes que nunca y siempre fueron escritos. 

Ahora es el placer o el dolor, la espera o la llegada, lo incierto o las cuestiones. Todo navega entre claros y oscuros que siguen significando la pulsación esencial de lo existente. Ahora es el momento del maestro, de escucharlo y de amarlo por encima de las ganas de estar tranquilamente oxidados, eternamente inactivos y definitivamente esperando el silencio definitivo.

Vivir es brillar, es rozar y morir a cada instante. El espejo de nuestra ignorancia nos corta en pedazos la piel para que la sangre que brote de las heridas ilumine el desperdicio quebrado que nos permite vernos en partes divididas. Todas esas partes conforman un magma inseparable aunque cada ángulo nos muestre un perfil diferente de nosotros. Es el artefacto del arte el que explora esas distancias, propone principios fragmentados y las leyes fundamentales que los terminarán uniendo de nuevo pero transformados en algo diferente. 

Es el silencio el que atesora este proceso para que el alma no se pierda entre tanta fragmentación y el espíritu sobrevuele de conjunto todo el mapa misterioso que explota en nuestra primera subdivisión.

El maestro es el espejo y la piedra que lo rompe, es la forma de los pedazos y la luz que devuelve el reflejo dividido, es el dolor de la herida quebradiza que nos supone vernos rotos en algo que no somos nosotros mismos en realidad. Es el antes y el después de cada instante en el que pretendemos ascender desde lo más misterioso a lo más increíble.

En esa magia de la fractura, del reflejo, del dolor y la sangre, vive a diario alguien que huye de la parada definitiva para contemplar y explicar las normas que rigen la dinámica interminable. Ese maestro, que sueña despierto para no olvidar sus sueños mientras duerme, es uno de los vínculos que ata juntas las cuestiones del ser y del no ser. Ahí radica la tensión permanente en nuestra vida latiendo, respirando, cayendo y levantando un ánimo que depende de la eterna luz para poder volver transformados al oscuro silencio de la verdad indiscutible.


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