No es por su forma, no es por sus límites, no es por algo que se pueda percibir con cualquiera de nuestros limitados sentidos. El alma surge resonando en el vacío que gestamos al movernos. Lo hacemos marcando el límite de lo que decidimos. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a adentrarnos en el bosque oscuro?¿Qué dragones osaremos despertar?
Algunas imágenes devueltas por el espejo nos empujan hacia atrás, nos hacen resbalar y caer en los pozos de miedos que no nos pertenecen. Los sembraron otros en el pasado y dejaron el espacio infinito de sus caídas para que no dejemos de conocer eso que algunos llaman Infierno.
Parece que no podemos pararnos a mirar, no podemos esperar, no cabe de forma alguna imaginar nada que no avance hacia la vanguardia de nuestro pasado infinito.
Todas las preguntas contaminan el presente cuando perdemos la inercia del avance, cuando queremos que el universo entero se detenga ante nosotros; no podemos dejar de pedalear sin riesgo de perder el equilibrio. Esa caída llena de cuestiones sin posibles respuestas son el lastre. No podemos recolectar respuestas si no es dentro del avance vacío que configura nuestra efímera y eterna expansión.
Delimitamos nuestro sentido y creamos la función de nuestro interior dibujando el perfil de su sombra. Solo sabemos que al pararnos por dentro, al detener nuestra difusión interior, la vasija se rompe, se pervierte el silencio y se desvanece la imagen que perseguíamos.
Cuando volamos sobre la flecha que nos dispara nuestro propio horizonte, nos enfrentamos a la difícil verdad de ver venir nuestro propio disparo. Sentimos que nuestra propia voluntad nos atraviesa y rompe el reflejo interior de los límites que nosotros mismos construimos para definirnos.
En ese momento nos encontramos en un recodo del despiste, en esa canción que no conseguimos recordar, en ese sueño que nos dejó tan profunda huella pero sin apenas un detalle que nos permita convertirlo en historia.
Estamos ensimismados en este espacio creado, entre radios de una rueda que son los círculos de otros pretendiendo encontrar sus centros dentro de nuestro propio cometido. En ese vacío insondable, presente continuo, en ese espantoso instante infinito sucumbe la esperanza de nuestro pensamiento encerrándose en la crisálida cóncava que siempre nos devuelve un gusano que soñó volar.
No hay más camino que desvelarnos, dejar de imaginarnos para sentirnos, dejar de esperarnos para llegar sin demora a nuestro presente.
En el centro podemos vigilar sin mirar, podemos ser testigos sin ojos, escuchar sin oídos y sentir sin otro tacto que el aliento que entra y sale de nosotros. Ese centro nos revela la forma de nuestra ánfora, el círculo de nuestra rueda, las sombras de nuestro árbol. Ahí sucumbimos a la certeza y desafiamos cualquier verbo que pretenda describir ese momento imperturbable.
Nada puede superar esa fuerza en la que todo el universo detiene su movimiento y se centra en el eje que nuestra voluntaria periferia ha definido. Ese centro del universo, ese centro de nuestra calma, es el punto en el que todas las cuestiones son desahuciadas. Donde el principio y final de nuestra vida y nuestra muerte se encuentran para ver entrar nuestras piernas en nuestras propias fauces; ocurre mientras algo superior a nosotros se deleita del espectáculo de ver cómo nos devoramos a nosotros mismos para encontrar lo que somos.
Terrible imagen que nos enseñan la dirección innegable que debemos seguir para cerrar el círculo del sentido superior de todo.
Algunas imágenes devueltas por el espejo nos empujan hacia atrás, nos hacen resbalar y caer en los pozos de miedos que no nos pertenecen. Los sembraron otros en el pasado y dejaron el espacio infinito de sus caídas para que no dejemos de conocer eso que algunos llaman Infierno.
Parece que no podemos pararnos a mirar, no podemos esperar, no cabe de forma alguna imaginar nada que no avance hacia la vanguardia de nuestro pasado infinito.
Todas las preguntas contaminan el presente cuando perdemos la inercia del avance, cuando queremos que el universo entero se detenga ante nosotros; no podemos dejar de pedalear sin riesgo de perder el equilibrio. Esa caída llena de cuestiones sin posibles respuestas son el lastre. No podemos recolectar respuestas si no es dentro del avance vacío que configura nuestra efímera y eterna expansión.
Delimitamos nuestro sentido y creamos la función de nuestro interior dibujando el perfil de su sombra. Solo sabemos que al pararnos por dentro, al detener nuestra difusión interior, la vasija se rompe, se pervierte el silencio y se desvanece la imagen que perseguíamos.
Cuando volamos sobre la flecha que nos dispara nuestro propio horizonte, nos enfrentamos a la difícil verdad de ver venir nuestro propio disparo. Sentimos que nuestra propia voluntad nos atraviesa y rompe el reflejo interior de los límites que nosotros mismos construimos para definirnos.
En ese momento nos encontramos en un recodo del despiste, en esa canción que no conseguimos recordar, en ese sueño que nos dejó tan profunda huella pero sin apenas un detalle que nos permita convertirlo en historia.
Estamos ensimismados en este espacio creado, entre radios de una rueda que son los círculos de otros pretendiendo encontrar sus centros dentro de nuestro propio cometido. En ese vacío insondable, presente continuo, en ese espantoso instante infinito sucumbe la esperanza de nuestro pensamiento encerrándose en la crisálida cóncava que siempre nos devuelve un gusano que soñó volar.
No hay más camino que desvelarnos, dejar de imaginarnos para sentirnos, dejar de esperarnos para llegar sin demora a nuestro presente.
En el centro podemos vigilar sin mirar, podemos ser testigos sin ojos, escuchar sin oídos y sentir sin otro tacto que el aliento que entra y sale de nosotros. Ese centro nos revela la forma de nuestra ánfora, el círculo de nuestra rueda, las sombras de nuestro árbol. Ahí sucumbimos a la certeza y desafiamos cualquier verbo que pretenda describir ese momento imperturbable.
Nada puede superar esa fuerza en la que todo el universo detiene su movimiento y se centra en el eje que nuestra voluntaria periferia ha definido. Ese centro del universo, ese centro de nuestra calma, es el punto en el que todas las cuestiones son desahuciadas. Donde el principio y final de nuestra vida y nuestra muerte se encuentran para ver entrar nuestras piernas en nuestras propias fauces; ocurre mientras algo superior a nosotros se deleita del espectáculo de ver cómo nos devoramos a nosotros mismos para encontrar lo que somos.
Terrible imagen que nos enseñan la dirección innegable que debemos seguir para cerrar el círculo del sentido superior de todo.
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