Misteriosa la atracción que produce el vacío, como si nuestra imagen se perdiera y eso iluminara nuestra propia vacuidad. Ver el cielo y la tierra desde un mismo punto vacío en el que salimos solo para buscar permanentemente adentrarnos de nuevo en él. Qué misterio envuelve el sentido de todo esto, qué infinita cuestión irresuelta dando vueltas a nuestros presentes, distorsionando nuestro pasado y afilando futuros que quizá serían otros.
Al amparo de ese vacío excluyente salimos a un mundo que nos rechaza, nos encontramos con la necesidad de respirar con esfuerzo, de subir las cuestas de la vida para llegar al fondo de nuestro ser; que contradictorio un esfuerzo de subida para realmente bajar al inframundo de lo que somos.
Es irónica esta atracción recíproca de nosotros hacia el vacío y del vacío hacia nosotros. Nos aleja del cálculo como medida de sentido y nos adentra en el caos como certeza absoluta de nuestra imposibilidad de ser caóticos. Ese yang infinito que nos contiene coexiste con el yin infinito que somos vislumbrando con claridad el vacío que prospera en nuestros adentros. El rio de lo perenne sonríe y la risa se torna latido en el corazón del que siente que está existiendo para algo.
Camino y sentido se bifurcan adormeciendo la conciencia mística que buscamos. Es el eje de esta espiral maliciosa el que sucumbe al encanto, a la belleza, a la atracción infinita de lo simple, de lo que sumado infinitas veces sigue garantizando su simplicidad. Es lo complejo una maraña en la que nos enredamos buscando el origen del buscador que nos busca.
Cielo y tierra parten de ella, la hembra misteriosa que inmortaliza nuestro espíritu. El femenino es la salvaguarda, el calor de la vida otorgada y de la muerte acogida cuando nuestro último recuerdo vital se centre en nuestra madre, en su interior, conteniendo lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos siempre.
Comentarios
Publicar un comentario