Sucumbimos
casi siempre a la idea de que debemos mirar por nosotros como si todo nuestro
ser fuese imperecedero. En el texto se insinúa, una y otra vez, que trabajamos
en algo desfasado porque el aliento continúa su tránsito anterior a nosotros y
nos abandona después de atravesarnos.
Esta
invitación no es gratis. No apunta a un dejar de hacer, más bien nos muestra la
importancia de entender lo que nos toca. Unas veces brillar, otras dar sombra.
A veces nos toca ser silencio y otras un ruido que ensordezca lo suficiente
para que el resto deje de oírse un instante a sí mismo.
Ese
sí mismo no es la reflexión, no es la aparente garantía de falso conocimiento que
nos refleja en nuestra consciencia un mero proceso de interacción compartida.
El
cielo es cielo y la tierra es tierra. Ninguno de los dos se afana en ser el
otro por más dura que sea la aridez del terreno y más volátil la etérea
inconsistencia del vacío celeste. Presión hacia afuera y presión hacia adentro
configuran estas dos polaridades que tensan la madeja de la energía que se
manifiesta como el ser que podemos percibir y que percibe. Una pulsión eterna y
permanente de otra naturaleza imposible de comprender.
El
reflejo que percibimos de todo es solo un subproducto de sentidos que están ahí
para crear la experiencia, para saborear la digestión de vidas a la que el
cielo y la tierra acuden en festín. No somos, no vamos, no venimos, simplemente
existe algo que no termina de sentirse del todo. Ese anhelo sin significado
configura nuestra permanente duda existencial en un minúsculo eco compartido
del tiempo y del espacio sin sentido humano.
El
ser, el individuo que se libera de su yo personal prefabricado, accede al
escenario de la infinita pugna tensionada que vomita sus ondas provocando lo
que entendemos como universo. La más recóndita y pequeña chispa vibratoria de
este infinito balcón al que nos asomamos en el silencio, ese infinitamente
pequeño fragmento irradiado, forma nuestra interioridad buscando el otro
extremo de su expansión reduccionista. Una contradicción que no podemos abordar
desde nuestra simple dimensión trinitaria.
Lo
enorme buscando entrar en lo pequeño y lo pequeño pretendiendo devorar a lo
enorme, sin que ninguno de ellos sea capaz de hacer otra cosa más que eso
porque, en definitiva, eso es.
En
toda esta orquesta de orden y caos, nace la luz de la vida que percibimos, que
experimentamos, que sentimos como propia. Sentir ese regalo ya es suficiente.
No tenemos que ser ellos, tan solo estar y bailar la danza infinita al ritmo
que el cielo nos regala y en la superficie que la tierra nos ofrece. El regalo
es constante hasta el final y el ritmo es nuestro objetivo. Ser capaces de
danzar este baile sin protagonismos inmerecidos, entendiendo que cada giro de
nuestro cuerpo tiene más que ver con la corriente que lo produce que con
nuestra voluntad de definirlo.
Por
eso, el sabio que entiende este sin fin de situaciones, tan solo baila la vida
con lo que el cielo le otorga, e intenta no perder el centro que le permite
girar y girar sin descanso, en espirales que le hacen comprimirse o elevarse
según sea la inercia que su presente terrenal heredó de su pasado celeste.
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