Antes de hacer un malicioso análisis de uno mismo es
conveniente definir el principio y final que nos divide. Establecer el marco en
el que discurre lo justo que nos sitúa justo en el centro de nuestro sentido,
ni un milímetro más ni un milímetro menos. Avanzar directo puede ser una
fórmula que comprometa nuestro sentido grupal insoslayable. El mar comienza en
el horizonte y termina en una orilla en la que entra y sale a su placer, mas no
gobierna en realidad el daño que inflige a la costa, tampoco la forma en que
engulle y escupe el sol.
Son los límites del otro los que configuran los nuestros,
es nuestro espacio bien delimitado el que evita que caigamos en la desgracia de
querer ser más que otros, de exponer rectitudes que no van con el orden de un
universo incomprensible. Aceptar lo natural nos aleja de la desgracia escondida
en una irreal felicidad permanente, tan solo el silencio nos corrige antes de
que el ansia de ruido nos corrompa.
Ir y venir pero sin demasía, sin arrogancia, ajustando el
tono al soplo del instante y sin buscar el exceso que llamamos felicidad más
allá de la profunda satisfacción de sentir realmente el presente existido. Es
esa falsa felicidad permanente, esa búsqueda irreal la que nos lleva a
sobrepasar nuestro horizonte, la que nos lleva a impactar con violencia en la
roca para ampliar el espacio en el que esparcir nuestro efímero espumarajo,
unas veces más gris que blanco.
Humildad sin sumisión, sin expectativas gobernadas por un
deseo, sincera, ajustando la luz que proyecta nuestra presencia a su real
radiación, ni un milímetro más ni un milímetro menos. Solo esa humildad real
nos sitúa felices en un estar sin condiciones, sin abordajes, sin invasiones.
Un estar mantenido en la línea que descubrimos cuando el silencio nos aúpa a
sus lomos y nos traslada al espacio infinito del ser, el ser en toda su
expresión minúscula y eterna.
En ese silencio toleramos, aceptamos, comprendemos. En
ese silencio inmediato, el que nos permite vernos de veras, no necesitamos más
leyes que las que rigen la ausencia de intervención; intervenir entonces
significa fracasar disfrazados de éxito.
Ese antifaz de la sonrisa provocada, ese velo que susurra
hacia afuera un color diferente en nuestro rostro, esa canción melancólica que
pinta el presente de una emoción inexistente, todos ellos, como esbirros de
nuestro propio engaño insalubre, son destapados y descubiertos bajo el acero
del silencio, bajo la ausencia de imágenes hacia adentro. Tan solo la luz callada
del presente proyecta realmente la sombra que somos y la materia, entonces, se
torna eco de la ausencia de luz para comprender de inmediato que en ese espacio
intermedio de luces y sombras proyectadas existimos realmente.
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