Salir o entrar son nuestras eternas conjeturas. Quedarnos
o intentar ir un poco más allá, mensaje que nos alienta permanentemente a no
naufragar en un presente que árido se pinta. El consuelo se dibuja como
venidero cuando los instintos se subliman, sin embargo la muerte acecha en cada
esquina. Esquivarla, eludirla, retrasarla. ¿Cuánto gastamos en estas acciones
que nos alejen del terrorífico momento?
Para el que muere a diario, el que va conociendo poco a
poco la fantasía existencial que nos contiene, la muerte no es más que el
descanso consciente para alcanzar otro tipo de descanso inconsciente en el que
el presente es mucho más amplio, tanto como nuestros sueños nos deparan.
Semejantes a los ilusionados anacoretas del pasado,
muchos se esfuerzan en reconducir sus instintos para lograr expectativas de
retardo, pero la historia nos lo comunica sin descanso, no hay opción de fuga
verdadera. La necesidad de entrar y de salir en la vida se torna puerta
giratoria que nos diluye el ego como polen esparcido por el viento para que la
vida continúe su curso, un curso en el que, quizá, seamos intrascendentes. El
saberse finalista de la recta vital que transitamos no es motivo de burla o de
descaro. Nuestra impronta vital tiene todo el sentido que le confiere el mero
hecho de existir. El sentido, esa eterna cuestión tan sencilla de resolver, se
torna angustiosa cuando vemos que ha transcurrido el plazo del que dispusimos
para abordar su estructura, para construir un sentido de imágenes,
sentimientos, pensamientos, acciones y obras por doquier. Entrar y salir sin
dejar nada a cambio no deja de ser una ironía extraña en la que el que recoge
nuestro testigo está ya también difuminándose en este plano temporal
adormecido, quizá el alma viaja como polizón en cuerpos que no saben realmente
a dónde van.
El Tao nos muestra a cada momento las opciones de vivir,
de sentir, de imaginar en este presente permanente sin ambiciones de lo que
corresponde a sus fueros. Entramos y salimos según su dictado y vamos o
volvemos a donde él nos propone, pero sin duda decidimos cada paso que damos en
este yermo camino. Podemos sembrar, recoger, reír al hacerlo conscientes de
nuestra fortuna por sentir esta experiencia, aunque dudemos a veces de quién es
realmente el que siente y qué significa en verdad esto de sentir.
Vivir no tiene excusas, morir es inevitable. Asumir que
lo que hay más allá de nuestra comprensión lo llamamos Tao y con eso dejamos de
definirlo nos puede dar pistas sobre cómo articular algo tan extraño como
nuestra futura desaparición, una desaparición que es tal a los ojos de una
mente material que se autoengaña para transitar la experiencia, ¿nos creemos
también esta falacia?. Quizá por todo esto el libro nos sitúa, si queremos,
como uno entre diez que realmente sabe guardar la vida pero ¿para guardarla
realmente de qué? Quizá de nuestra propia desconfianza, de nuestro miedo, de
nuestra inconsistencia y de nuestra personalidad mutable que fluye sin descanso
hasta la muerte.
El principio y el fin se perpetúan para construir un momento
que da como fruto a las personas. Como fruto, como flor y como perfume, un
sentido apreciable sería el de percibirnos tal y como somos, sin alejarnos mucho
del ahora y sin discutir qué fue o será porque esa respuesta no podemos
encajarla en nuestro instante.
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