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Perros de paja. 49



El acento de nuestra perspectiva determina el contenido que acumulamos. Lo volcamos sin descanso desde el exterior en espacios interiores que no hemos terminado de comprender. La voz que escuchamos nos parece de otro mundo, pero nos engaña el velo de la oscuridad que construye nuestra permanente generación de ideas.
Ese acento derivado, una y otra vez, al abismo de las profundidades insondables, el espacio de lo que realmente nos conecta con el cielo y nos arranca del suelo, es la clave misteriosa que por si misma se desvela. Es la llave que nos abre la puerta al infinito cuando dejamos de admirar la cerradura.
Por eso aferrarse al detalle es una forma estúpida de evitar la expansión natural a la que nos invita la semilla real del saber, esa que intuimos pero que apenas podemos sujetar desde la rutina sumatoria de síes y noes. Su naturaleza es el flujo no la quietud, su interés para nosotros trasciende la conciencia simple de lo que somos, se aleja de nosotros para enseñarnos nuestra sombra desde lo lejos.
Somos nada simulando perros de paja cuya simbología demuestra que la materia sucumbe tarde o temprano, que la transformación por el fuego es una constate que ilumina este universo ardiente, este flujo que atraviesa y configura lo que entendemos como alma.
No somos más que un vacío perecedero con posibilidad de escuchar el eco en nuestra vacuidad misma, tanto eco como vacío interior podamos crear despidiendo, una tras otra, todas las creaciones vaporosas a las que nos invita el intermediario.
Saber algo y olvidarlo para comprender lo que queda en nuestro eterno alambique, lejos de ser una forma de acumular, se convierte en un modo de permitir que el flujo nos disperse en partículas que, alejadas en el espacio y el tiempo, siguen teniendo coherencia.
El que ve la estúpida llantina del hombre mundano, el que siente su profunda irrealidad, necesita acceder al reflejo de su corazón para encontrar el saber real que le conecta al otro, necesita ser el otro para escuchar su sufrimiento y someterlo al juicio de su eco interior. Es en ese momento cuando el otro significa, cuando podemos ver su vacío o su lleno de miseria y compadecer el complejo calvario autoinfligido, o admirar la suma de ambas resonancias haciendo vibrar el cosmos en el fragmento más breve de espacio y tiempo posible. El alma es sin ser cuando dejamos de estar.

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