Un
orden universal aparentemente alterado es el resultado de encumbrar a la
inteligencia por encima de la intuición. Los sabios de antaño promovían este
pensamiento ofreciendo fórmulas impensables en nuestro tiempo. No usar la inteligencia
parece una metáfora imposible de descifrar desde la atalaya de la sociedad del
conocimiento, parece imposible de admitir.
Sin
embargo, los maestros hablaban desde profundidades a las que la mayoría de las
personas actuales no nos hemos asomado. Son espacios del entendimiento en el
que se parte de una serie de bases predefinidas que simplemente hemos
descartado centrándonos en el humo de la hoguera.
Lo
simple frente al mensaje es descartar su complejidad. Lo inteligible es solo la
superficie de una idea que puede tener múltiples estratos; formas mentales que
nos lleven a afirmar precisamente lo contrario de lo que aparentan las palabras
que pretenden definir la idea.
Quizá
por eso, el gobierno del sabio que invita a que la gente no tenga conocimientos
es algo mucho más profundo que el mero escaparate de estas palabras. Intentar
abordar la razón sabiendo que esta es el eco desdibujado de otros procesos ocultos,
inmensos y mucho más poderosos, le debería quitar cualquier atisbo de
credulidad incuestionable.
El
pueblo como masa sabe pero no conoce, relaciona superficies pero no engarza
profundidades, estima futuros aparentes desde lógicas mecanizadas, ese pueblo
puede llevar al desastre a la humanidad si no se le invita a calmar su
pensamiento y a dejar de intentar explicar lo inexplicable.
En
esta tesitura se mueve este apartado del libro que resulta, cuando menos, muy
conflictivo para el intelecto democrático posmoderno, un intelecto que se ve
atacado y reacciona de inmediato descalificando la mera raspadura de lo que
oculta el sentido real de las palabras.
Apuntamos
a lo externo de las cosas, a los gurús, a las riquezas, en definitiva, a
aquello que se torna deseable desde un ego que quiere estar por encima de la
media. Esto fomenta la guerra incesante por ser más, por aparentar más, por
obtener más, más superficie para demostrar que en el mundo de la nada somos aun
menos que nosotros mismos.
Llenar
el estómago es volver a lo real, al centro del proceso, a la experiencia vital
inmediata y constante en la que todas estas fantasías posesivas se disipan. El
estómago aparece aquí como tierra en la que sembrar las raíces que debemos
cultivar con la paciencia y el conocimiento profundo de las cosas, ese que no
se puede apenas describir de forma justa.
Lo
profundo de nuestro cuerpo son los huesos, esos que el maestro nos invita a
robustecer como indicando que debemos dejar la piel y sus arrugas para
adentrarnos en la estructura sólida de nosotros que da soporte al resto, esa
estructura que sobrevive a nuestra desaparición material definitiva.
Ordenado
desde el interior hacia el exterior, el sabio confía en nutrir su esencia sin
permitir que le venza nada de lo que su mente superficial fabrique para
confundirlo. Esa razón vinculada al ego, esa magnífica herramienta para la interacción
entre personas, es la clave que debe ser educada y valorada sólo en su justa
medida. El orden depende pues de poder mantener este equilibrio entre una
inmensa profundidad desconocida y una leve superficialidad sobrevalorada.
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