La
función desapegada que nos exigen los momentos que intercambiamos ameriza
a diario en un mar tumultuoso. Un océano de incertidumbres que hacen zozobrar
la nave de nuestra vida y dificultan su estable posicionamiento. Es tan
complejo saltar como caer, tan difícil aceptar el impacto exigido del suelo como
la sensación de flotar en un aire que le robamos al cielo por momentos. No
podemos tomar partido sabiendo que lo bello y lo feo son relativos.
Todo
obedece a leyes de orden mayor. Si insistimos en la luz, la oscuridad nos
envuelve con más fuerza si cabe. De puertas para afuera no merece la pena
intentar nada que vaya más allá de la mirada, nuestra mirada llena de amor y
compasión.
Es
imposible sustraerse de esta norma y excesivamente familiar implicarse en
aquello a lo que el libro nos invita a separarnos. Sin embargo, sabemos de
sobra su certeza y caminamos por los bordes de este intento permanente de no
ser, de no actuar, de no intervenir.
Sólo
dominamos el decidir, nada más. El cielo y la tierra juegan con nuestro
exterior mostrando y quitando todo aquello que le place a un orden que surgió
sin nosotros. Es ahora, en nuestra conciencia perceptiva de todo este infinito maremágnum,
cuando entendemos que no hay mayor aprendizaje que descubrir nuestro centro
para no zozobrar en el tumulto. Sólo podemos trabajar desde dentro aquello que
pretendemos encontrar fuera.
Todo,
absolutamente todo lo que nos rodea, es un caos sin orden aparente. Es ir y
venir, subir y bajar, esconderse o relucir, es todo y nada a la vez. En el
medio, entre ese cielo y tierra en tensión permanente, el nudo que somos se
desata lentamente, año tras año, hasta que el continuo se deshace de nosotros y
fluimos hacia arriba o hacia abajo, según sea la inercia sumada de nuestras
voluntades.
Decidimos
estar, aprender las leyes del instante, del presente, del ahora. Las otras son
imprevisibles por más que queramos controlarlas. Estamos sin dirección definida
hacia afuera, pero con el eje de la percepción interior claramente definido. Es
el ego el que al compararnos, al medirnos, al posicionarnos, nos hace partícipe
de un juego sin reglas al que no estamos invitados a jugar. El resultado es
siempre el mismo.
Es
preciso observar, estar tranquilos y, en el silencio de nuestro templo
interior, permanecer expectantes cogiendo aquellas corrientes que más
representan el sentido, esa sensación de estar realmente en el lado correcto de
la polaridad conteniendo el germen infinito de su opuesto.
Fluctuamos
sin descanso y no debemos permitir que el constructo que elabora la última
parte de nuestra mente construida tome las riendas de nada. Es joven, inmaduro
y osado. El arte de la vida es el arte de esperar pacientemente disfrutando de
todo aquello que va a menos velocidad que la impuesta.
Esta
velocidad que aumenta por momentos, es el resultado inevitable de ir bajando en
esa ola que tarde o temprano llegará a costas que no conocemos. Podemos estar
en ella, observar todo lo que nos rodea y disfrutar de la experiencia de ser
conscientes de todo. Infravalorar este regalo es un insulto a poderes
superiores que no entenderemos en esta vida materializada.
Es
preciso que el espíritu de lo humano tome las riendas del camino que conoce; lo
sabe porque viene de allí y es allí a donde nos dirigimos. Solo entonces
aprendemos de ese maestro infinito que es el instante.
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