La
diferencia entre lleno y vacío va mucho más allá de la apariencia, se aleja de
cualquier reducción a la que nuestra mente nos invite. Esta voluntad de ajustar
los significados para que lo enorme quepa en lo minúsculo es tendencia natural
de lo limitado. Lo hacemos porque sólo así podemos atisbar algunos de los matices
del aroma absoluto.
Llenar
y vaciar un vacío que parece estar lleno, un juego de palabras y un sin sentido
a la lógica que gobierna nuestros actos. Es el principio inmanente de todo el
que debemos aceptar como inalcanzable.
Percibir
un poco no es mucho, pero compensa el vacío total al que nos termina llevando
cualquier encadenamiento racional. Lo intentamos solventar imaginando
realidades irreales porque esa es la naturaleza de nuestro pensamiento, poner
imaginado lo que creemos que falta.
Pero
falta tanto que poner que tan solo fragmentamos ligeramente la razón. Lo
hacemos para que la luz que se filtra desde el infinito ilumine sin sentido
todo lo que hacemos y somos. Ser y no ser, tener y no tener, siempre viajando
de una reflexión a otra mientras en el transcurso estroboscópico de nuestro
pensamiento acelerado vislumbramos penumbras, sombras, arquetipos que nos
señalan un más allá incuestionable.
El
Tao está ahí, es indiscutible el orden y concierto de la conciencia, la
fragilidad de lo construido, su impermanencia. Intentamos nombrar pero erramos,
intentamos dejar de pensar en él y nos llega algo que suscita de nuevo nuestra
curiosa insistencia. Este vaivén de saber y no saber es el baile de la vida, el
espejismo en el que se aparecen y desaparecen nuestras emociones, nuestros
recuerdos, nuestros sentimientos. En la oscilación del alma recogemos y
depositamos cosas de un lado a otro llenando y vaciando cosas que son vacías y
llenas a la vez.
Sin
discutir nos entregamos a una u otra parte del desempeño creyendo hacer siempre
lo correcto, aquello que nos dicta nuestro instinto que no es más que reflejo.
El
alma vuela en los sueños y nos despoja de la certeza de lo tangible,
reproduciendo sin materia todo aquello que creemos sentir en exclusiva en el
mundo, eso que llamamos realidad. Soñamos o estamos despiertos, estamos soñando
que soñamos y, a la vez, despertando permanentemente desde el mundo de lo
oculto.
Lo
sabemos, no necesitamos reflexionar sobre ello, pero la dureza de la vida, la
inconsistencia de todo lo que existe en relación a algo más, desbarata
cualquier tranquilidad que esta certeza nos podría regalar. Por eso el sabio se
escapa, huye a la montaña para excluir de la ecuación los roces ruidosos de la mera
convivencia de los seres. Prefiere la compañía de la luna, el susurrar del
viento entre los árboles y el suave sonido de los animales que viven en el
mismo espacio pero sin estorbarse.
Ese vacío
es el principio de los seres, es el final de lo que queremos creer en esta
madre tierra que nos construye célula a célula, aliento a aliento, sueño tras
sueño. Solo en el brevísimo espacio que divide el sueño de la vigilia, en esa
grieta minúscula en la que la razón baja la guardia, adquirimos las certezas
que el día y sus secuaces intentarán arrebatarnos. Es en ese momento en el que
somos conscientemente inconscientes y el Tao, el que no podemos nombrar ni
describir, se manifiesta en nuestro corazón para sugerirnos seguir caminando
sin preguntas.
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