A
veces el texto que nos propone el maestro es tan complejo, tan oscuro, que no
acierto a comprender si su intención es forzar la llama que se apaga, o simplemente
invitarnos a ver el abismo de la locura que entraña el intelecto.
Intentamos
comprenderlo todo con la parte más superficial que nos compone. Algo así como si
la espuma del mar, tras el estallido de la ola, pretendiese ser reflejo de su
magna profundidad.
Este
estrato externo, el que nos hace ver y sentir el resto de percepciones con sus
destellos, es nuestra esperanza y a la vez nuestra amargura. Tan solo en el
presente profundo podemos sobrevivir al anhelo de un pasado cargado de culpas,
rencores, dudas y errores. Tan solo en este inmediato presente evitamos ser
arrastrados por un futuro lleno de expectativas, proyectos y locuras que, en
definitiva, no son más que destellos inexistentes de realidades imaginadas.
Es este
el instante donde nada de esta irrealidad puede sobrevivir y descargar sobre
nosotros la semilla infeliz de lo irreal, de aquello que pretende cristalizar para
siempre el flujo incesante que debemos percibir sin menoscabos. Imaginamos
realidades medibles para evitar infinitas circunstancias.
Confundidos
entre la función y la forma describimos un mundo en el que no cabe el espíritu.
Nos reducimos voluntariamente para poder encerrarnos en algo limitado, algo
describible, algo explicable por reglas tan simples como un sí o un no, sin
comprender que un paso más allá está, impredecible, lo perpetuo. Somos presos
de la parte más débil de nosotros, la más vulnerable y la menos estable. Aquel
que cultiva la influencia sabe bien la normativa para hacernos caer en sus
trampas.
Reponer
el orden de las cosas es imperio del bien para nosotros. Es ahí, en los
dominios del espíritu, donde nadie más que nosotros y el ahora gobiernan. Es
ahí donde el miedo se disipa, la duda se restringe, el amor eclosiona y la
bondad se manifiesta como la esencia de lo natural condenada al desprestigio.
Despertar
al espíritu es un acto original. Una acción desde la inacción de alimentar la
espuma que se disipa. Sólo ello nos compone y vibra permanente en la música del
cielo que negamos, del dios que discutimos y del alma que pretendemos suplantar
con números y medidas.
El
camino del Tao es el camino del espíritu, del silencio, del presente, del amor
y del despertar. Es el punto sin retorno en el que ya no encaja ningún tipo de
pregunta. Es la base de una fe inquebrantable que usa la razón como herramienta
para negarla a ella misma sin ningún género de dudas.
Esta
certeza nos regala el silencio interior, nos decanta por el presente y nos
muestra sin velos la realidad del alma. Y lo hace enseñándonos a amar la
existencia y regalando a la vida lo mejor de su producto a través de lo mejor
de nosotros, lo más puro, lo menos contaminado. Esta es la mitad izquierda de
la tablilla, la que el maestro nos invita a guardar. Quizá deberíamos colocarla
tras el sentido de justicia, ese que nos otorga lo infinito cuando lo sentimos
con claridad desde el corazón. ¿Qué duda puede caber en un universo de certezas?
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