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Toda
la existencia se compone de dos manifestaciones que fluctúan sin descanso. La
expansión y la contracción son la cara y la cruz de la moneda de todo lo que percibimos
y experimentamos. Este latir permanente se nutre en esencia de una forma de
tensión indescriptible, una tensión que no decae más que cuando queremos
percibir y dirigir el movimiento.
El
cielo nos propone esperar, nos insta a dejar fluir la tensión natural entre la
expansión y la contracción sin acrecentar inconscientes ninguna de ambas.
El
dar y el recibir no son más que el dejarse arrastrar como la flecha que es
disparada, una flecha con la voluntad última de ver aproximarse su blanco sin
que nada ni nadie pueda evitar que se desvíe.
Sin
embargo, el riesgo del desaliento, el riesgo de disminuir esa potencia de
salida, nos puede arruinar el trayecto. Podemos reducir con nuestro anhelo la
velocidad del impulso necesaria para llegar a nuestro inevitable destino.
Podemos llegar tocando levemente la diana que nos espera. En ambos casos el
sentido se difumina con la misma intensidad que pusimos en detener el impulso
natural. Una fuerza que nos insinúa la necesidad de llegar ampliada para
traspasar ese blanco, ese fragmento de magma en el que nuestra realidad parece cobrar
algún tipo de significado.
Ver
la diferencia entre ese cielo y esta tierra, entre este movimiento de
aproximación o de alejamiento, conmueve el principio fundamental de percepción
que nos ha sido regalado. Percibimos la luz y la oscuridad a la que nos lleva el
descontrol de los impulsos que no pertenecen al momento de la vía. Queremos
saber más mirando hacia atrás, cuando lo único que queda es progresar olvidando
hacia delante.
Qué
claridad cuando paramos de intervenir y observamos como el movimiento,
instruido por el viento, nos mece en una danza involuntaria, una danza plagada
de ángulos y sentimientos regalados por el cielo. Ver es la mejor opción de ese
instante, pensar la debilita, actuar la reprime. Es preciso entregarse, darse,
olvidarse de toda la cadena construida para recrear la sensación de peso de la
tensión inicial. Toca disfrutar, atravesar obstáculos afilando nuestro extremo,
nuestra conciencia, la que tiene que atravesar un universo de infinitas
dimensiones.
Este
afilado ocurre por el simple roce con la vida cuando bordeamos los 360 grados
de giro que le debemos a cada instante, a cada reflexión, a cada pensamiento.
En este girar sobre nosotros mismos, sin olvidar ninguna parte del continuo, es
cuando crecemos, cuando nos expandimos, cuando comprendemos lo suficiente como
para seguir expandiendo la parte que no se detiene. Es entonces cuando podemos
evitar contraer más que lo que corresponde a la mera existencia material de
nuestro presente, un presente que desaparece nada más tocarlo. Parece como si
el existir no fuese más que la leve humareda de un fuego que se encendió hace
millones de años y cuyo destino no es otro que apagarse.
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