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Pecador en duelo

Todo guardado, tan solo el aliento en el aire anuncia un instante que va a transformarlo todo. El sol, calentando y hasta doliendo en la cúspide, intenta filtrar su fuego entre las sombras de los árboles que cobijan ese infame intervalo.
La espada, lista, engrasada, usada tantas veces en el vacío que apenas recuerda cómo era el tacto del cortar transferido con intenciones oscuras. Matar o morir, esa era su escusa cuando toda el alma se le ponía de frente recordándole la deuda acumulada.
Ahora no era el momento de dudar. El semblante húmedo, las arrugas asumiendo la carga de los años y sirviendo de dique a lo que ni los mismos riñones se atrevían reivindicar. Aquello era una mezcla de miedo, osadía e incertidumbre. El cuello tenso, sin más maniobra posible en el cuerpo que el desenvaine y el estoque o corte, nunca supo decidir por encima de lo que el momento le dictaba, quizá ahí el secreto de su destreza hasta ahora.
Pero el instante se prolongaba, el corazón galopaba como nunca y empezaba a dudar si los años habían destemplado el hierro interior que reflejaba el arma escondida. El calor no ayudaba y ya el aire comenzaba a restringir su dotación. Llegó a dudar de la lealtad de sus pulmones en mitad de aquel terrible momento.
Miró a los ojos ajenos, insistió en doblegar su furia y viendo nula su potestad decidió buscar más adentro otro tipo de carbones que alumbraran su alma para aquella batalla de córneas, iris y párpados. El alma no estaba. Temeroso buscó aún más adentro y comenzó a sacar el dolor que acumulaba escondido entre muertes, engaños, tropiezos…; entre todo lo que nunca se atrevió a contar porque la mentira no le cabía tanta entre sus dientes. Luchó en la vida por ser algo que no era y, en ello, sus espadas disfrazadas se perdieron sedientas de verdad y de justicia, tan solo le quedó aquél triste hierro con más llagas que victorias firmadas en su filo desdentado.
La ira de su certeza le partió en dos los escalones y ya no podía subir, se había adentrado demasiado en sí mismo para buscar algo que quizá nunca existió, quizá fue un sueño mantenido por el vigor juvenil, disuelto ahora por años de gula y lujuria sin control.
Nunca se preocupó de esforzarse por saber por qué; por qué buscaba los rostros de la muerte en otros siempre que el fuego de su pereza le impedía mirarse en un espejo y ver en él, reflejadas, todas las fauces del infierno a cuya puerta tantas veces llamó.
No sentía realmente ni pena de sí mismo, envidió tanto la virtud de los otros que ni siquiera se preguntó si él mismo la tenía, tan solo pidió y arrasó todo aquello que le recordaba su carencia. Así era él.
Ahora la noche se disipaba y el amanecer parecía más triste que en ningún otro invierno. El rocío de la mañana hacía temblar sus rodillas como nunca antes temblaron. Sus manos, imprecisas, jugaban sin descanso con una hoja impaciente por acabar, de una vez por todas, con aquel simulacro de presencia. La hoja era más digna que el portero que empuñaba el triste trozo de madera que contenía su corazón. Ahora era la espada misma la que clamaba por morir a manos de su dueño.
Él, en su soberbia, había ofendido a todo aquel que se le cruzó en el interés; nunca dejó títere con cabeza cuando la obra era del otro. Ahora sentía firmemente el descrédito que cada estoque regalado le había dibujado en la frente. Ahora su mirada no soportaba el peso de esa piel sobre las cejas y apenas le quedaban rendijas por las que ver lo que tenía delante. La mañana no ayudaba en su cansancio invernal por empezar el día.  Ambos compartían la pereza ante la vida y esperaban algo de un cielo en el que dejaron de creer antes mismo de su primer desencanto.
En ese día supo que la vida era poca, quería más. Quería seguir sin saber bien para qué. Quería vivir sobre todo a costa de lo que fuera. Fue en ese instante cuando miró fijamente al momento y murió de repente, sin llegar a usar la hoja de la que tanto dudaba.

Cargado de lastres no pudo despegar del suelo en el que se hundieron para siempre su cuerpo y su alma evaporada mucho antes, sin llegar siquiera a un infierno que intentó escapar de él tanto como lo hizo el cielo. Ahí yace en fragmentos descompuestos muriendo un poco más para siempre.

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