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Mantener la ignorancia


¿De qué nos sirve el pensamiento cuando el movimiento no está presente en su jugada? Sentimos, vivimos, intentamos gobernar un pedazo de tiempo y espacio en el que nuestra consciencia se debate entre el saber o no saber, entre la felicidad del iluso o la terrible preocupación del razonador.
El alma está sin debate cuando el malestar se propaga desde nuestros actos vespertinos y un simple dolor de muelas nos devuelve a la realidad de lo inmediato. No ir más lejos impide de forma natural que las palabras no construyan historias, historias que nacen con exigencia anticipada de interpretación.
El mar de los instantes mantienen este pequeño discurrir tranquilo en el que las cuestiones emergen sin descanso, anunciando múltiples finales diferentes. ¿Quién descubre en el debate interior qué nos conviene? Esas historias que nunca serán nos ofrecen sensaciones de poder, de garantía, de capacidad sobre todo lo que ocurrirá en un mañana incierto. El ahora no precisa quizá de tantos recursos, no requiere una anticipación excesiva cuando de lo que se trata es de conocer el sentido de nuestro camino.
Vivir y sobrevivir van de la mano pero sustentados por diferentes sentimientos y necesidades. Lo uno sin lo otro son una abstracción de una dimensión a la que no pertenecemos. El color sigue entrando por el ojo y nos avisa del inminente derrumbe de la luz. Cuando cerremos definitivamente las puertas no quedará más luz en nuestro interior que la que hayamos recogido en fragmentos de ahoras comprendidos. Ese quizá puede ser otro sueño por el que yo mismo apuesto para construir mi futuro universo inexistente. Quizá es mejor desconocer, no saber, andar los pasos de otros sin preguntar por lo diferentes que son nuestras huellas de las de aquellos que nos antecedieron en este caminar por el fango.
¿Para qué preguntárselo? Vivir y sobrevivir son hermanos gemelos de buscar la felicidad. Ella es el fruto de una aparente ignorancia o de una real sensación de plenitud. Esta sensación que nace de no necesitar nada más. De no necesitar más una vez conseguido todo, o de no necesitar más una vez no deseado nada. Esta dicotomía nos habla de llenos y vacíos que fluyen constantes en este ciclo permanente de luz y oscuridad. Hoy sé y soy feliz, mañana desconozco y estoy pleno igualmente.
Sin embargo el hambre y la saciedad son la antesala de más de lo mismo. Conozco y desconozco al mismo ritmo que despierto para después caer de nuevo dormido en el sueño de este presente permanente que se me escapa en suspiros.
¿A qué misteriosa virtud aspiro cuando no me queda claro si desear algo y conseguirlo o no desear nada y estar como estoy? De ambas intenciones ¿cuál me proporciona un camino que contemplar? Si no hay respuesta para algo tan simple como esto, quizá las plantas estén más cerca del Tao que nosotros que, permanentemente, nos debatimos sobre el sentido de estar aquí mientras comemos plantas y nos desplazamos por el mundo preguntando y respondiendo a todo lo que aparece frente a nosotros. Quizá, en algún momento, hay que aceptar el desconsuelo como parte del trayecto de esto que nos hace diferentes y, sin aspirar a gobernar nada más, seguir el impulso de nuestros sueños más gratificantes. Estos sueños que nos separan durante un tiempo de un suelo empeñado, año tras año, en atraernos definitivamente hacia él.


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