Nos
deslumbra ocasionalmente la sensación luminosa de estar por encima de alguien.
Creemos, hipnotizados, que nuestros semejantes no lo son tanto y que, en virtud
de sus sueños, los nuestros se superponen en importancia dando la orden de partida
a nuestro ego.
Somos
pero no somos. Aspiramos a silenciarnos cuanto antes después de hacer el máximo
ruido, uno que nos haga ensombrecer temporalmente el eco de todo un valle que
en realidad nos supera. En esos instantes aspirados, no somos más que ese
fragmento humano entristecido por su pequeñez, e intrigado por su misión en este
mundo de inercias predefinidas que llamamos destino.
Ser
grande es ser pequeño en el maremagno de importancias investidas. Sentirse exclusivo
ante el resto es lícito pero dentro del límite de nuestro pensamiento. El
límite de la expresión lo rige la convicción de que el resto desaparecerá
pronto igual que nosotros mismos. El silencio nos lo recuerda en cada atardecer
al que nos sometemos.
Ser
grande es insuficiente para aquellos que no comprenden el valor de sucumbir, de
estar detrás del colectivo al que empuja con todas sus fuerzas hacia la luz,
solo con el ruido intrascendente de sus pasos.
Lloraremos
a la vejez al no percibir suficiente el trabajo de toda una vida, no sabemos si
por olvido o por desestimar la importancia que tiene el hecho de haber
respirado tanto, y junto a tantos, sin más pretensión que una sonrisa sincera.
Hay
pocas claves que descubrir en este aspecto ya que el tiempo se acelera
progresivamente y nos permite, llegando casi a la meta, vislumbrar más de cerca
lo que hay detrás de ella. La luz se abre paso por sí misma por más que nos
escondamos. Pensarse más que algo es ser, de facto, menos que ello.
Solo
percibir nuestra pequeñez, nuestra insignificancia ante la obra divina, ante un
cielo eterno e infinito, nos puede mostrar la grandeza de nuestra pequeña y
efímera existencia. Vivir sin competir con nada es vivir plenamente nuestra más
pura realidad. Es vivir descubriendo a diario qué hemos sido hasta ahora y qué
podemos ser a partir de este momento. Ese es el instante crucial que el destino
pone delante de nosotros en cada segundo de la vida, en cada intervalo en que
nos obliga a decidir. Esos momentos en los que decimos ¡yo no tengo que decidir porque ya lo sé! es el momento de la
catástrofe personal absoluta, el momento de la sordera voluntaria, el momento
de la máxima confusión ante la realidad. No sabemos y no lo sabremos, pero sí
podemos decidir. Somos porque lo sentimos y eso ya es mucho. Aspirar a más es
desear elevarse ante las gentes tal y como dice el libro.
Qué
gran consejo caminar encima sin que el peso se perciba o delante sin dañar a
nadie. Qué difícil en un mundo de exámenes constantes, de oposiciones para
conseguir el trabajo, de lucha para mejorar en la jerarquía de una empresa que
se bate en duelo permanente con otras.
Quizá
el adepto, más que elevarse sobre los demás, persigue salirse de la partida
mucho antes de que esta termine. El precio que debe pagar por ello es
desaparecer para siempre de la lucha incesante y vislumbrar un horizonte
diferente gobernado por otros vientos menos malhumorados.
La
lucha es una constante que no podemos eludir y el alma del que siente la necesidad
de trascender lleva impresa en su gen fundamental la certeza de que, al final,
la vida es derrotada temporalmente por la muerte. Esa derrota es realmente la
victoria de un espíritu que debe crecer indefinidamente para cumplir esa parte
de la inercia global que le compete. Ese es el momento en el que el tao se
percibe a sí mismo en toda su grandeza dentro de un nosotros que desaparece de
inmediato.
Es
en este fragmento de él que sentimos como individuales cuando comprendemos el
valor de ser y de no ser, de estar pero no saber dónde y por qué, de sentir de
forma aislada un minúsculo eco de una reverberación infinita que viene sonando
desde el principio de los tiempos. En ese instante en el que somos flauta y
sonido, tambor y vibración, trueno y nube, no tiene sentido competir con nada
porque somos plenamente conscientes de que somos todo y nada a la vez. Qué gran
competencia escondida en esta ilusión transitoria.
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