Tanto
al comienzo como al final, se manifiesta lo simple con claridad absoluta.
Enfrascados en contener lo incontenible, luchamos con uñas y dientes para que
nadie toque aquello que en realidad no nos pertenece.
Criticamos
la actitud en otros sin reparar en nuestras propias manchas malhumoradas. En
ellas reside el infortunio del desconocimiento, en ellas, vislumbradas tras la
humilde inclinación, encontramos directas respuestas que eliminan nuestra
angustia. Nada en realidad nos pertenece de pieles para afuera.
Aferrar,
sujetar, mantener, temer perder el control de algo incontrolado desde el
principio es nuestro propio autoengaño fabricado. Un enorme pecado incongruente
en el que nos empeñamos en resbalar a diario para que no se nos olvide, al
golpear contra el suelo, que la tierra sigue manteniendo nuestro peso hasta el
final de este pequeño y efímero viaje.
Mantener
con certeza esta prudencia revelada y no mirar más lejos del ahora, nos enseña
que el futuro imaginado no pinta con los mismos tonos con los que dibujamos
nuestros sueños infantiles. La deshonra recae sobre el que actúa pretendiendo
algo más que nada. El impulso del alma dirige la acción en un espíritu que
cultiva la paciencia hasta el morir, último reducto del silencio que nos queda.
Solo
podemos mantener lo inamovible, aquello que ni el sudor ni el aliento perturban
cuando la calma de la tarde llega a la ventana. Sentarnos a mirar nos permite
ser conscientes y apenas más de eso. Esa no acción dirigida es el escenario que
mantiene en vilo al personaje que nació con nosotros, uno que no se conforma
con ser testigo del milagro y se empeña pesaroso en intentar reproducirlo.
Basta una gota de rocío para saber que no podremos nunca ni acercarnos. Es el
reflejo que esa pequeña gota nos regala en su quietud el que nos muestra lo
distorsionado que está nuestro sueño de no desear nada.
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