«Abandonamos la
plenitud que nos configura con la esperanza de poder experimentar algo nuevo,
puesto que, al hallarnos completos, al serlo todo, experimentamos
inmediatamente cuanto existe, cuanto es, todo salvo la duda, que el absoluto se
encarga de excluir».
El diario
Estanislav Lem
La duda aparece en
nuestro escenario personal como un fragmento dado que nos garantiza el paso de
fase. De alguna forma se torna pasaporte entre nuestras áreas evolutivas,
documentos que permiten, una vez cerrado el circulo completo de lo que debía
acontecer, asomarnos a un nuevo territorio por explorar, un territorio lleno de
peligros, de alegrías, de sorpresas y de todo aquello que configura un nuevo
nivel de experiencia que será la antesala de otro nuevo fractal evolutivo
posterior de nuestra conciencia.
Esta capacidad
para dudar establece un modelo de fractura permanente que puede hacer que
nuestra estructura básica, sin haber completado el segmento de su evolución correspondiente,
se desmonte antes de tiempo. La duda, en sus dos facetas, la de puente a nuevos
territorios evolutivos y la de fundamento de la inestabilidad de la
construcción permanente tiene que ser claramente observada desde la mente del
meditador.
Dudar es
establecer la alternancia entre lleno y vacío de la que somos fruto. Desde un
dos proclamado a los cuatro vientos por cientos de pioneros de la visión
interior, aparcamos cualquier certeza que nos haga decantarnos por una de las
partes que finalmente y de forma complementaria a la otra se presta a configurarnos.
Somos una parte dividida en dos que se comunican en mayor o menor medida para
que, de ese flujo, surja la comprensión permanente de aquello que se mueve, que
se muestra, que acontece ante nuestra atenta mirada.
Si no somos dos
partes de un todo, somos un todo que nace de esta permanente dicotomía. Tres
por lo tanto se unen en esta danza que nos hace plantearnos, de partida, por
qué y para qué dudamos. Lo hacemos por naturaleza, por esencia, por emanación
inevitable de este flujo entre lo que puede y lo que no puede ser. Nuestra duda
más primitiva es la que nos lleva a preguntarnos si habrá algo de sentido en el
ser. Si ese sentido, además de depender de un proceso lógico que pretende
establecerlo, puede trascender a este proceso para adentrarse en los
territorios de lo que no puede ser descrito más que con metáforas inoportunas.
En esta duda que
nos existencial puesto que somos conscientes de que existimos, de que somos,
somos…, buscamos el flujo hacia atrás de la interacción dinámica de
complementarios que ha dado lugar a todo. Es desde ese momento de crisis de lo
cierto cuando podemos anclar un nuevo proceso no ligado a elementos lógicos. Un
proceso que ha de operar en lo sensitivo y profundo de nuestro instinto más
primitivo, el que hemos desechado de nuestra consciencia por tornarse realmente
insoportable en el contexto de las reglas del juego convivencial que hemos
diseñado para ser habitantes de colmenas.
Esta duda crítica
que nos permite avanzar en la consciencia y sumergir las raíces de nuestra
búsqueda en la dirección de un Tao impenetrable es similar a la matriz de una
planta cuyas raíces buscan nutrirse de la tierra mientras sus hojas, que no
descartan el viento como alternancia que distribuye un fragmento de luz para
cada parte constituyente, ascienden a un cielo en el que la humedad, los gases
y las luces las atraviesan para darle sentido energético a su proceso. Sin
ambas direcciones no hay nada más que conecte estas dos energías ancestrales en
un tronco aparentemente inanimado.
Así, ante
nosotros, la duda se perpetúa como orden divisible que nos permite alojar
nuestras raíces en lo más profundo de nuestra búsqueda interior a la par que
nos soporta el anclaje de las decisiones que nos llevan a situarnos en los
lugares oportunos para el proceso celeste. No estamos solos en lo interior,
nuestros dos fragmentos nos configuran en la compañía de este todo nutricional
que compartimos con el resto. No hay sentidos, no hay pensamiento a partir de
ahí. No hay mayor experiencia que apenas un eco lejano de algo que no podemos
describir pero que resuena en nuestra propia interpretación del presente
razonado.
El aire no se
presta en este proceso a variar los enlaces de la luz o de la energía que nos
mantiene en pugna con el medio. Solo observamos lo que puede dar de sí esta
experiencia. En ella se nutre una parte de nosotros invisible, la misma que en
su referente exterior permite el verde brillante de las hojas de nuestros
actos. Estos sí dependen de los vientos, de los gases y de las luces que
buscamos. Estas luces, maniatadas en el terreno de la certeza, son los
escalones que nos llevan al siguiente balcón de nuestra búsqueda, al territorio
nuevo e inexplorado en el que se proyecta nuestro destino, ese que no sabemos
si elegimos o al que estamos irremediablemente avocados.
En este sin sentido
aparente, cobra sentido nuestro nivel de penetración interior y de utilización
efectiva del acto de dudar. ¿Cómo si no separar aquello que nos antecede de las
propias imágenes que nuestro razonamiento intenta imponer a la percepción? Ese
sueño inadvertido que nos alcanza en mitad de la fase más despierta de nuestra
búsqueda quiebra el encanto natural de percibir, sin interpretaciones, el magma
ancestral en el que flota nuestra dual polaridad. Sumergirnos en él sin la
carga de la imagen propia, sin la proyección de lo que esperamos encontrar
allí, sin las expectativas de convertirnos en algo diferente a lo que realmente
somos, nos permite descubrir que avanzamos hacia nuevos estratos superiores en
una acción que es por una parte inmersión y, por otra, ascenso a las montañas
del siguiente proceso. Al subir bajamos y al hundirnos en esta búsqueda se
eleva progresivamente nuestra visión de conjunto, que no es en justicia la
visión global del sentido. Este queda en entredicho en el ámbito de la duda que
nos obligará a volver a sumergirnos aún más en este estado sin imágenes de
flotación para renovar nuestro ascenso a las cumbres de lo ínfimo, ese
pequeñísimo fragmento de certeza que tanto ansiamos obtener.
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