Difícilmente apelamos al desencuentro de un estado de
nuestro ser con otro que nos inunda por completo. Cada segundo es un misterio
en el que somos traspasados por agujas cortantes transformadas en ideas, ideas
de otros, de nuestro grupo, de ese que invade fielmente nuestra singular
monología.
Somos miseria en un mar de prohibición que nos controla
alertado por la posibilidad de enriquecernos. Cada gramo de oro se torna
lágrima en los ojos de alguien que no sabe cómo ni por qué se le quita el algo
imprescindible. Cada gramo convertido en kilo requiere el daño como fértil
aglomerante que convierta, por presión, un trozo podrido de humanidad en
diamante.
Ese malestar que vivimos felizmente nos reduce sin
remedio, nos exprime el alma para dar sus gotas de sal a ese que vive
succionando la vida a los otros. ¿Cómo no negociar en un mundo que es, en sí
mismo, un mercado en el que el producto, el usuario y el vendedor son piezas semejantes
pero desordenadas?
Cuanto más intentamos gobernar lo ingobernable más
avanzamos hacia el precipicio, un arcoíris gris de futuros en los que todo lo
que somos desaparecerá para ser, tan solo, un eco de lo que pudimos ser sin
conseguirlo.
Seguimos hablando de riqueza mientras el hambre entra a
destajo en puertas que chirrían, en umbrales oxidados desde dentro en los que
no queda lo más mínimo para hablar de dignidad. Ese mundo torpemente cultivado
llena y vacía sin equilibrio lo que el destino y la suerte han deparado al
neonato.
Es hora de gritar y sacar las garras del silencio y la
quietud, para que el alma madure a su debido tiempo. Es siempre sin duda el
momento. Sin desearlo realmente conseguimos sobresalir solo para exhalar
silencio en derredor y, quizá pronto, alguno escuche nuestro lamento para
compartirlo; a veces el silencio se transmite más veloz incluso que el ruido
ensordecido. Qué nos queda en nuestro reducto más que ser, acaso, un puro y
breve fragmento de nosotros mismos.
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