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Nos alejamos demasiado de la luz interior que nos
produce. Lo hacemos ensimismados por luces extrañas que reflejan objetos, ideas
y sensaciones que nada tienen que ver con el Ser. El cielo nos espera siempre
en el mismo lugar y perdemos la perspectiva cada vez que desviamos la mirada de
ese centro que nos obliga a ascender.
Es la luz de un camino certero la que debemos recorrer
como si de un río enhiesto se tratara. Un río de luz cuyo cauce alimenta
nuestra despedida permanente de la materia que contiene nuestro espíritu. Sin
tristeza transitamos y nos desmoronamos cada vez que la razón se nos cuela imprevisible
y nos coloca proyectados en el momento final definitivo.
Ese fundamento del Tao,
entro muchos otros, es la única guía para no iluminar demasiado un vacío
inexistente y recorrer los senderos de sentido que nos propone la verdad
absolutamente comprendida. El silencio nos la da. La paciencia nos otorga ese
motivo para andar despacio este circuito de obstáculos que nos empeñamos,
nosotros mismos, en construir a cada paso. En él transitan aquellos que vienen
en dirección contraria escapando de un final inevitable. Los vemos emitiendo
sonidos indescriptibles, sonidos que se tornan colores oscuros en sus almas
pasajeras.
El color y el dolor van de la mano en esta trampa transitoria
del lujo y el deseo, en ese soplo que nos muestra una excelsa figura cuyos
ropajes quizá duren más que nosotros mismos. Es importante buscar el foco real
del sentido y no desdibujarlo con patrañas inexistentes, ellas nos llevan de
regreso a un comienzo que en realidad ya no puede ser. Corrupción y decrepitud
se perpetúan en una danza constante en la que siempre caen los inocentes.
¿Quién es en realidad inocente?
Enseñar y mostrar lo duro nos aproxima a un precipicio de
vértigos a los que nuestro estómago debe acostumbrarse antes de saltar
definitivamente. Es ahí, sin excedernos ni un instante, donde percibimos la
diferencia real entre el lleno y vacío de la experiencia. En ese filo de la
navaja transitamos solitarios viendo a lo lejos a otros que nos sonríen, a
otros que nos gritan, a otros que lloran de espanto. Y si comprendemos lo
ilusorio de todo ello, de las risas, los gritos, los llantos, los filos y
nosotros mismos envueltos en ideas, si entendemos realmente el significado de
esta pizca de sabiduría que el destino nos insinúa por doquier, descansamos en
la paz de la comprensión del misterio.
No hay más riqueza que comprender y sentir el presente,
vacío, lleno de potencia y sentido. Es el vacío el que nos muestra el eco permanente
del cielo, el que nos llama a su seno como partículas de él mismo que vienen y
van, en una música que no podemos oír con los oídos, pero que nuestro corazón
tararea cuando cerramos los ojos. El sueño nos desvela el original escenario
que pinta nuestra mente. Nos enseña a volar sin alas y a caer desde muy alto
para despertarnos y decirnos sin reparos: «todo es ilusión,
¡¡escucha!!».
Repetirle esto al pensamiento lo desplaza para que el
corazón nos dirija. Qué otro curso nos
queda que el de la luz de la certeza de lo efímero y la contundente sensación
de saberse dios y silencio a la vez, quizá solo para enseñarnos a ver antes que
a robar aquello que nunca nos perteneció, porque el tiempo y la materia también
son escuderos indescifrables de la farsa.
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