El
deseo como uno de los principales males del ser humano y, a la vez, el motor
que genera el caos existencial que nos invade. El yang parece no tener medida
en esta etapa de nuestra existencia. Crecemos, crecemos y seguimos creciendo
sin saber realmente para qué lo hacemos. Faltos de la conciencia que toda
dirección precisa, nos aventuramos a ampliar sin descanso el espacio vital de
nuestra especie. Abordamos, invadimos, exploramos y usurpamos todo aquello que
nos rodea en un único reflejo que nos aleja cada vez más del centro yacente en
nuestro interior.
Todo
este proceso parece no ser otra cosa que un intento desesperado de nuestro ego
permanente de evitar a toda costa la expansión interior tan necesaria. La
lejanía de lo externo tiene su correspondencia en la lejanía de nuestro
interior. Sin embargo nos engañamos confundiendo el destino de nuestra búsqueda
al olvidar voluntariamente que tan solo en el instante presente, con todo lo
que contiene y todo lo que le falta, están todas las respuestas que necesitamos
para alcanzar la tan ansiada felicidad.
No
percibimos con claridad que el mayor impedimento para sentir esa felicidad es
nuestra incapacidad de detener el trayecto, de disminuir el ritmo, de cambiar la
dirección de nuestra exploración. El silencio es ahora sinónimo de un tipo de
soledad indeseada en la que las distracciones habituales dejan simplemente de
existir. Ese momento clave en el que sentimos la ausencia del ruido cotidiano,
contrasta con el silencio que produce la saturación masiva de los impulsos
constantemente excitados por un mercado igualmente expansivo.
La
masa obedece a la regla de seguir corriendo para que el carro de los aurigas
maliciosos no se detenga. Ellos, en lo alto, no quieren realmente que los
corceles hagan otra cosa más que correr y lucir su ilusoria gallardía. La cruda
realidad sin cocinar nos presenta otros matices que requieren una adaptación
progresiva, una deseducación de lo inducido que nos invita a correr y a
expandirnos más allá de nuestro presente, de nuestra presencia, de nuestros reales
compañeros de camino.
Basta
una mirada a las redes sociales, a la televisión o al concepto de
perfeccionamiento universitario denominado «carrera», para darse cuenta de que
somos presa de una competencia constante que nos obliga a ser más en un plano
en el que, en realidad, no hemos decidido estar. El hambre que nos asalta es
fruto de un programa lejano que debemos trascender para alcanzar las más altas
cotas del sentido existencial.
Sin
conocer el destino es complejo plantearse si debemos detenernos o seguir
empujando este maldito carro de las apariencias, ese que anteriormente
criticábamos con necesidad. La ambición que enloqueció a los reyes de antaño
sobrevive en nuestros minúsculos deseos materiales que poco o nada tienen que
decir sobre nuestro verdadero sentido. Nos invitan incluso a pensar que no
existe más sentido que el poseer y no existe más felicidad que lograr las
máximas posesiones. ¡Qué estúpido espejismo!
Hemos
llegado a creer que contentarnos es resignarnos, que detenernos es perder el
ritmo que nuestra vida necesita para alcanzar su destino. Temerosos de a lo que
otros más ambiciosos que nosotros podrían relegarnos, nos embarcamos en
proyectos imposibles cuya magnitud es equiparable a las dimensiones progresivas
en las que nuestro ego se proyecta. El margen de maniobra es escaso cuando todo
está delimitado entre el sí o el no y no queda nada del Ser que se pronuncie.
¿Qué
matices introducir para que el doloroso defecto de la ambición deje paso a la
calma contenta de quien se siente suficiente para la vida? Una sonrisa, una
comprensión, un instante de calma en el que el universo entero nos invita a
contemplar sus permanentes milagros, son argumentos inquebrantables ante la
invitación a la introspección. Desprotegidos pero fortalecidos podemos ofrecer
al cielo cada uno de nuestros instantes confiando en que los rumbos de nuestras
vidas son ciertos y correctos cuando sus sonidos son inteligibles desde el
espíritu firmemente asentado en el presente.
Escuchar
el susurro de nuestra propia tranquilidad es la premisa que se nos pone por
delante cuando tomamos conciencia de que el tren bala en el que viajamos no
parará en ninguna estación. Quizá cuando se detenga finalmente no quede nada de
nosotros que pueda bajarse de él, quizá en ese instante y volviendo la mirada
hacia atrás nos demos cuenta que el trayecto pasado era demasiado hermoso para
perdérselo distraído por las pantallas frente a nuestros asientos.
Contentarse,
no desear, son dos apuestas voluntarias por la realidad, decantarnos por ellas
frente a la ilusoria propuesta del crecer hacia lo alto nos puede ayudar a
invertir el proceso hacia lo luminoso para lo que hemos sido creados, la
consciencia será sin duda la clave de todo este entramado. Sin su luz y sin el
sentido vital bien enfocado desde el corazón no queda otra alternativa más que
el conflicto progresivo hacia ninguna parte.
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