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El valor de detenerse. 70


Es difícil pararse cuando se acumula tanta inercia. Cuando los actos del pasado reciente se ven abrumados por el impulso de lo antiguo no queda otra que seguir avanzando, asumiendo líneas que no decidimos, líneas impuestas por otros tiempos y otras almas.

No es preciso distinguir si nuestra densidad tiene algo que ver con nuestra profundidad; la carga no tiene nombres y se establece antes incluso de que nazcamos. Es el aliento el que comienza a insuflar energía a dinámicas que se manifiestan como nuevas en nosotros, pero que ya venían atravesándonos. El carro siempre ha estado lleno de pesadumbre, pero también adornado de grietas luminosas que le hacen presentir su desenlace.

Lo correcto no está exento de dudas, pero en la liviandad del silencio interior las dudas se desmigan en el mar de la confianza. Es el vacío lo único que garantiza la pureza, es el silencio interior el que nos muestra que la coraza inservible de lo instrumental solo está ahí para garantizar su eterna permanencia. El vacío lo quiebra todo, lo destruye todo para que no quede interrumpido el horizonte de nuestro sentido real.

Es imprescindible callar, esperar, ser paciente convencido, porque de nada vale una espera sometida a la presión de los pensamientos, una falsa apariencia de tranquilidad cuando el alma intenta escabullirse todo el tiempo de los barrotes inquebrantables de un silencio sincero.

El alma lo sabe, la mente también, pero tan dentro de si misma que las dudas campan a sus anchas generando esa confusión que distribuye el desencanto. Siempre es nunca cuando miramos hacia lo exterior, sin embargo, el vaho de nuestro propio movimiento profundo empaña las lunas invisibles de un espejo heredado sobre un fondo lleno de adornos. La silueta es difícil de extraer, solo podemos trasladarnos a un ángulo sin reflejo, o romper en mil pedazos con contundentes silencios cada reflejo irreal que recibimos. Nosotros no somos esa imagen fusionada.

Grande o pequeño todo está sujeto a la misma regla, la regla de lo efímero, de lo temporal, de lo condicionado. Todo este tránsito conlleva la responsabilidad de no precipitarse, de no poner la vista en un futuro tan lejano que prive de oportunidades el presente que sigue fluyendo sin descanso. La mirada necesita la liviana espontaneidad del que percibe sorprendido de sus presentes. Esa sorpresa, ese silencio, esa liviandad, es la única ruta al origen que se cierra cuando todas las luces deciden cambiar de usuario, es entonces cuando el alma y el Dao se fusionarán para dejar concluido este breve periodo de incertidumbre llamado existencia.


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