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A merced de lo desconocido. 65

 


Seguir el consejo no siempre es fácil. Si las medidas que adoptamos dentro del marco de nuestra propia autonomía sobresalen del continuo, tropezamos. Toda orquesta se siente influenciada, de algún modo, por los propios sonidos internos y externos de la música, nada escapa al ruido imperante.

El gesto de estudio debe permanecer sin traspasar las barreras prohibidas de lo absoluto. Un tipo de conciencia que entiende sin comprender y que avista antes de asomarse, quizá porque el ruido no puede ser otra cosa que tormenta. Es oscuro, misterioso; está oculto a sentidos sin diseño aparente.

El inmenso y absoluto Dao nos atraviesa, y es el dolor de la herida el que nos confirma su existencia. Lo hace sin detalles, sin mediciones ni reflexiones. Está ahí y duele como todo lo que acontece fuera del marco definido. No queremos que deshagan nuestro libro, no queremos que nada interfiera en la película que dirigimos como actores de prestigio.

Es terrible saber que, en el fondo, nada depende tanto de nosotros como el no hacer nada hacia el sentido, tan solo cumplirlo. Es imposible estar impasible si el fenómeno nos aborda, nos envuelve y nos atraviesa hasta que no queda nada de nosotros, solo él. Por eso no podemos dudar de su existencia, tan solo sabemos que no se ajusta a nuestras súplicas; él tiene las suyas propias y obedece nuestra existencia al gran magma impredecible de sus designios.

Quizá, el sentido no es más que una forma de entender qué proponemos, en orden, eficacia y resolución hacia la vida. Llegamos a ella invitados por otros que no saben a quién invitaron, solo que son también siempre responsables de ello y, a la vez, reflejo de lo que seremos algún día.

Es el arte, el amor y la aventura de vivir lo que nos invita a perecer sin lamentos, día a día hasta el último registro concedido. Solo podemos estar hasta que él lo determine sin anticipar acontecimientos que son pecaminosos. El designio no nos pertenece como casi nada de lo que nos rodea, solo las sensaciones que fluyen tan deprisa que incluso acabamos dudando de ellas.

Y es la duda el sentimiento que equilibra el dolor de la conciencia, nos ofrece una efímera percepción de posibilidades, nos incita a pensar que podemos hacer algo que nos saque de una inercia que siempre nos ha superado. Imposible pero reconfortante.

Somos la hormiga que es pisada sin acción ni omisión. El ave devorada por el felino o el pez que agoniza en las redes. Somos la flor que se marchita en el verano o la rama cortada para algunos fines pasajeros. Somos siempre la marea arrastrando y demoliendo aquello que se interpone en su flujo; la lluvia que rompe las hojas débiles que no supieron adaptarse, quizá no era esa su misión.

Y la duda y la misión se alían en nuestra mente, para darle cuerpo al sentido que esperamos para darnos esperanza en la desesperada certeza. Para acercarnos al implacable precipicio sin sentir el vértigo que siempre nos produce el final inexplicable. Solo el sueño nos convierte la vida en pesadilla, mejor relucir en el presente y vivir intensamente la esencia a la que el libro nos invita. La noche le sigue al día por mucho que nos enfade apagarnos, el día nos levanta con sus luces, aunque el sueño nos requiera una y otra vez en esa pugna diaria y permanente.

Se acerca un final que desconocemos y en él tenemos tan solo estas dos solidas certezas: la de la duda y la de nuestro concepto de misión. Estas se desvelan observando los misterios y pensando, sin pensar en ello, cómo se alienta el descontento de sentirse ser, sin ser nada más que viento.

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