Parece imposible sustraerse a la complejidad del mundo. Todo es un proceso ininterrumpido de interferencias, interrupciones momentáneas de una línea original que nos regalan la diversidad de lo manifestado.
Sin dos líneas no hay interrupción ni cruce posible. Sin la duda y la certeza en continua interacción no podemos ordenar infinitamente el caos que conllevan los impactos. El presente choca con el eco del pasado y el futuro avanza aún más complejo que antaño. Todo sigue igual pero más rápido, nada cambia en lo exterior, solo las formas.
Pero lo interior está ahora más amenazado que nunca, su colapso parece inminente. Cuando todo el vacío se llene por completo tan sólo quedará una vía para que la transformación se renueve, la vía de la interrupción absoluta y del nuevo despertar a la esperanza.
El cambio no es progresivo, ha llegado a su velocidad límite y pretende duplicar su envergadura. Nosotros somos los artífices de este cambio. Nosotros manifestamos en nuestro más superficial desarrollo la desconexión de todo lo que acontece.
Hemos decidido transferir a un ente sin sentido toda la complejidad preparada; hemos derivado nuestra condena a una inteligencia sin alma, a un sufridor que no siente, a un misterio que nos resulte levemente familiar.
Ese silencio del espíritu quizá reverbere en nosotros. Quizá, al construir esta enorme maquinaria de dualidades llenas y vacías nos estamos perdiendo en el medio. Hemos roto antes de tiempo ese sutil hilo de Ariadna que da sentido a lo que podemos ser cuando lo comprendemos. Esa pureza que perdimos, la que nos permitió escapar del monstruo dual que devora la instintiva juventud del alma, tiene un fin último mucho más importante que poder salir del laberinto.
Ese mito abandonado llevaba en su seno la esperanza de un espíritu nuevo, renovado, fugado de la dualidad y la oscuridad de nuestra propia y laberíntica complejidad. Pero los barcos del deseo nos siguen haciendo olvidar su valor, su pureza, su contenido; y acabamos escapando en el caos atrayente de un mar embravecido, condenando a la luz y a su simiente a morir antes de regalarnos su dulce poesía para nuestra alma en vías de descomposición.
El trueno de esta desgracia inminente se convierte en el sonido que nos eleva sobre las sombras de un destino oscuro, un destino que pretendemos olvidar en el mismo instante en el que escapamos de él.
Así, navegando en el mar caótico y solitario de la existencia, no nos queda más remedio que reconstruir la miseria de nuestras sombras con los restos de esa idea, con briznas de rectitud y benevolencia, motas de pasado que no son más que un efímero reflejo aproximado de aquella inocencia que perdimos.
En esa vil barcucha creemos tener inteligencia y sabiduría olvidando que ambas frutas solo crecen en el árbol de la ignorancia y la torpeza. Pensamos que existían mucho antes que el desastre. Qué efímero es el viento que impulsa las velas de esta vil ignorancia. Quizá un poco más de él nos dejaría ver la sombra real de ambas contradicciones, una única sombra de la misma calamidad revestida de dos caras, de dos colmillos, de los dos cuernos que creímos derrotar.
Se rompe el hexagrama del cielo para dar lugar al caótico desorden de las seis similitudes. Con todo roto empieza el juego de las 64 fases, un milagro que nos muestra que incluso la absoluta complejidad insiste en tropezar con ella misma. Así se revela el infinito flujo de un Dao que desconoceremos por siempre.
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