Tanto el que pide como el que da esperan siempre respuestas. El sobresalto nos llega precisamente por esta espera recurrente. Sin esperar nada al dar o al recibir seguramente la calma seguirá presente. La actitud que desequilibra nuestra alma parte del mismo supuesto de adorar en exceso un cuerpo perecedero. Toda expectativa más allá de lo profundo del alma parece estar equivocada.
Esperamos, estamos esperando instante tras instante que el universo entero nos regale un motivo, que el cielo se deje caer sobre nuestra lista de inútiles peticiones para sentir que tenemos algo de poder. Un poder que ansiamos, un poder que nos aproxima al roce de la falacia de vivir eternos, para siempre.
Ese pequeño sustrato que requerimos es pura falsedad, el invierno no llega siempre el mismo día y la primavera no despierta por igual a todas las flores.
El silencio de la meditación nos invita a dudar y a dejar a la vez de hacerlo. Nos vincula a dejar de esperar, de intuir, de dar o de pedir. Estamos escondidos tras un muro irregular de falsedades que constituye la parte más débil de lo que somos, la que necesita resguardarse hasta de sí misma, quizá porque sabe que el camino de domarse excede con mucho a la fuerza explosiva de lo joven. Es tan solo el invierno el que reparte certezas, el que nos aproxima a un aire fresco de verdadera bondad.
Es cuando nos paramos cuando estamos libres de la espera, de lo expectante, es cuando sucumbimos a la certeza sin saberlo.
Y es el cuerpo el que suele avisarnos del abismo con ligeras conjeturas igualmente agazapadas. La sensación de lo que llega no siempre es audible y el tejido que soporta las redes de la vida es cada año más fino, más transparente, más implacable.
Dejamos de esperar porque empezamos a ver solo si no hemos tejido colores encima, cuando no hemos llenado de mentiras cada poro de una membrana indispensable. Cuando no hemos necesitado que la tela que nos volvía invisibles hacia nosotros mismos nos vistiese hacia fuera de colores que no son nuestros. Esperar que el cuerpo responda a lo eterno es irresponsable. La piel de los demás nos invita a la duda, pero sus miradas nos afirman la esperanza. Quizá porque el conocimiento maduro del equilibrio siempre reconforta un alma que se debate entre dudar de ella, o afirmar lo que siempre ha sabido.
Ni sobresaltos ni esperanzas inmortales, el mar de la vida explota y se recoge con cada respiración que damos y pedimos al aire que nos rodea. La idea es simple, siente ese infinito momento y descubre el magnífico espectáculo del paso del tiempo, quizá ese sea el único regalo que debamos ciertamente esperar.
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