Puedes hacer muchas
cosas, pero pocas tienen sentido si lo más profundo de tu ser no opera en
sintonía con el gran plan universal. Lo conferimos como algo escurridizo,
inefable, pero se revela como una tormenta permanente de desconcierto en lo que
lo único posible es evitar la zozobra. Mantenerse en el equilibrio que responde
a un eje claro entre mente y alma, entre consciencia e inteligencia, entre
serenidad y razonamiento. Aparecen como antagónicos pero navegan juntos en el
desconcierto caótico de este eterno maremágnum.
La mente no puede con él,
pero la suavidad de un tacto educado puede configurar una nueva matriz en
nuestro pensamiento, puede aproximarnos al borde de un precipicio que es a
veces lejano y otras se torna muro ante nosotros. El límite nos aproxima a la caída
o al imponente ascenso de una pared vertical. Es una guillotina permanente que
asciende y desciende mientras intentamos evitar caer en su vacío, ser cortados
en su descenso o agarrarnos como podamos para subir con su impulso.
Nuestra reserva de fuerza
viene acorde a esta premisa ancestral, vivir intentando sujetar lo inaprehensible,
como si fuésemos el resultado de una organización interior insospechada en la
que millones de sujetos intentan gobernarse a ellos mismos como un todo unificado.
El cielo dispone normas, directrices, modelos. Nosotros navegamos entre los
vaivenes del desconcierto mientras pretendemos saber algo imposible. Mientras
una parte misteriosa y profunda de nuestros ser nos invita a intuir que tan
solo el equilibrio es nuestra meta, que estamos para surfear la tormenta
perfecta que nos ha provocado, como si no fuésemos más que un fragmento de
espuma en una ola que se inicia y se extingue sin que podamos participar en
ella más que lo acordado.
El libro nos invita a
plantearnos un modo de quietud activa, una forma de interpretar lo que ocurre
desde el sentido directo del corazón, asumiendo la falta de sentido lógico que
puede tener todo, es nuestra mente la única que lo pide, el mecanismo sigue
funcionando sin este prerrequisito.
Pero la sensación de paz
la tenemos pegada a la de ser conscientes de que todo esto es para algo,
olvidando que la pregunta y la respuesta surgen de un sinfín de cuestiones que
no comprometen el conjunto de sucesos. Es un juego de palabras donde palabra,
significado y emoción han sido previamente fabricados por una extraña
singularidad inesperada.
Esta quietud silenciosa,
esta calma voluntaria, esta eterna paciencia de esperar un final es una forma
de sentir la sucesión de momentos que atribuimos a nuestras historias. Somos
algo, debemos descubrirlo, sin vínculos a lo productivo, sin necesidad de
trascender a un infinito, sin menoscabo de un sentimiento real y sincero fruto
de momentos que ya no recordamos.
Descubrir nuestra esencia
nos permite vislumbrar nuestra misión dinámica, activa, responsable, continua y
excitante. Saber que podemos ir en una dirección, que podemos decidir esa
dirección y que tendremos herramientas para superar los obstáculos, o
inteligencia para buscar alternativas, eso es ya de por sí un sentido implícito
en el Dao.
Ese es el espejo que
debemos purificar, el cristal que refleja todo lo que imaginamos que somos. Hay
que limpiar las motas de polvo adquiridas, las que nos pegó la religión, la
historia, la cultura, la educación y todo aquello que se cruzo en nuestro
camino arañando la esencia cristalina que nos puede decir qué somos, cómo somos
y hasta dónde podemos llegar.
Limpiar el alma empieza
en el pensamiento. Limpiar el pensamiento exige crear otro pensamiento que
observa, que descubre, que fija, que contrasta, que somete y que cristaliza
aquello que es conforme a destino. Ese segundo pensamiento es la mente que no
es mente, es el silencio verbalizado sin palabras, es el diálogo entre la parte
de nuestro cerebro que piensa y la parte de nuestro cerebro que sabe. Un
diálogo permanente en el que lo ancestral regula lo inmediato, en el que las
células del origen se imponen a las células que mutan permanentemente
imaginando que son tan inmortales como las otras. Esta es la cuestión
verdadera. Este es el discurso acallado para dejar de oír sintiendo la realidad
de lo que somos. Solo entonces el cielo desvela su misterio alternativo, su sin
sentido reflexivo para que nuestro espíritu refleje toda su luz en lo que nos
ha tocado existir.
El fruto es la solidez,
la montaña que protege y que dispone sus caras a voluntad, independientemente
del lugar en el que el sol decide proyectar sus luces y nuestras sombras. Nada
está fuera de nosotros más que nosotros mismos. Nada puede condicionar nuestro
centro más que aquello que obtenemos desde fuera para lastimarnos y castigarnos
sin descanso. Un castigo que es una alarma, un ruido, una advertencia de que
estamos contaminando sin saberlo algo que debe permanecer impoluto. Este
sentido que nos marca el Dao es la excelencia interior, es la conciencia de
esta excelencia y el papel relevante de mantener limpio el legado, el espejo
que evoluciona en un contacto puro del pensamiento interior para que lo perfecto
experimente lo imperfecto y consiga consolidar para siempre un orden mucho más
allá de la tormenta.
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