Aferrarse
para sucumbir no parece muy inteligente. Estar en lugares de peligro, lugares
en los que la manada está expuesta de continuo, quizá solo atrae el interés de
aquellos que devoran todo a su paso. No es lógico enquistarse en uno mismo para
saborear de forma interminable el elixir de lo conseguido. Al menos la
conciencia de haber logrado lo que nos proponíamos ya es regalo suficiente antes
de marchar.
Nos
quedamos retozando en esa sensación placentera que no es más que una chispa de
los mil fuegos que nos esperan. No tiene sentido esperar ahí, hay que seguir la
ruta porque el camino no descansa. Se tuerce, se empina y, a veces, se
convierte en un vacío que atravesamos sin ningún punto desde el que empujarnos
o frenarnos.
El
vacío final nos recogerá con la inercia que nuestro presente nos va prestando
poco a poco, de ascenso, de descenso o hacia la quietud de quedarse allí donde
ningún viento nos será propicio para el avance.
Es
difícil enfrentarse a las sensaciones de placer con la que nuestro cerebro nos
dibuja el momento. El hace lo que tiene que hacer. Sin embargo, nuestro
espíritu, un modo de pensamiento que está por encima de los demás, no puede
aletargarse drogado por el placer recompensado que le regala nuestro yin más
pesado. El deseo, la atracción, el placer, aunque son magníficas fuentes de
recuperación en el camino, no son en esencia más que pequeños fragmentos que
configuran un escenario infinito de progreso o retroceso.
Subimos,
bajamos, nos hundimos o flotamos según el peso que nos confieren nuestras
decisiones en activo; pero es fundamental seguir la corriente, nadar a veces en
contra para entrar en las bifurcaciones que, en el fondo, reconocemos como
nuestras.
Seguir
siempre en el punto que una vez nos dio la vida es una forma torpe de agotar su
efímera consistencia. Quedarse allí cuando no queda nada del calor primigenio,
es dar vida a la añoranza, a la nostalgia de esperar que algo que falleció
vuelva a estar entre nosotros. Nosotros volveremos a estar frente a ellos
cuando los caminos que recorremos converjan en el flujo interminable de la
existencia.
Sin
inercia no habrá movimiento, aunque la razón nos insista en decirnos que todo
esto forma parte de nuestro propio teatro, de nuestra propia incapacidad para
asumir nuestra desaparición definitiva. No la creo nunca. No puedo hacerlo
porque descartada de mis instantes más profundos, he visto luces que no son
creadas, no son efluvios de pasados vividos o imaginados. Son pura luz
esperando a que completemos nuestra misión evolutiva. Estamos aquí para algo y
lo sentimos en la parte más profunda de todo este yo inexplicado.
Oiré
sin reparo los ruidos de las razones que nos rodean, pero siempre con la duda
de si esas personas enfrentaron sus ideas con el calor profundo de un espíritu
meditando en la sombra más oscura de su alma, una sombra que esconde en su
centro dividido un fragmento de luz y oscuridad para matizar nuestros detalles
más inadvertidos.
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