Todo
nuestro universo se configura en un entramado de llenos y vacíos. El agua por
sí sola no sube al lago, no asciende al cielo y no penetra la tierra si no es
por la fuerza que le otorga lo que llamamos gravedad.
El
cielo es el que impone las reglas de este juego de fuerzas que aún no hemos
explicado. La mente de la sabiduría detesta entrar en el juego dialéctico que
pretende penetrar lo insondable, pero reconoce su efecto, complementa su sentido
y adquiere la intuición irracional de saber lo que el lago, la tierra o el
trueno le presentan inexcusables.
Es
el sabor de esa inercia a la que el alma se somete la que permite alcanzar el
elixir de la sabiduría, ese que eleva al hombre desde su mínima materialidad
hasta el máximo reflejo que la sombra de su tenue sabiduría puede proyectar en
este cielo oculto a nuestros ojos.
Es
el amor del silencio el que insinúa este misterio; no podemos verlo, no podemos
tocarlo, no podemos más que percibir su acción en los menesteres que esta
fuerza nos regala. Empuja el agua y el agua es la metáfora siempre utilizada.
Sin embargo el agua no es más que respuesta sin oposición. Es pura naturaleza
respondiendo al baile celeste que empuja nuestras almas contra el suelo y
extrae a cuentagotas un espíritu del que siempre dudamos.
La
fuerza del universo es la madre de las respuestas que el agua nos presenta como
verdades absolutas, solo emulando esta natural réplica ante la fuerza del cielo
podemos completar un destino más elevado que el de una piedra. Sólo admitiendo
transparentes las fases de la vida, los remolinos, los estanques y el libre
fluir favorable, nos acercamos a emular su recorrido.
Este
es el segundo objeto de nuestra armonía. El flujo que el empuje o la tracción
generan, marca la dirección, marca la intensidad, marca la conformidad y todo
lo que podemos atribuir meramente al movimiento. El alma en esto es también
como el agua pero menos fría. Es silenciosa y pertinaz en el objeto de sus
anhelos, lucha y se debate por no ser absolutamente respuesta, quiere también
preguntar y ser pregunta a la vez. Esa pregunta que entendemos que el cielo quiere
provocar desde sí mismo, para poder entretener su eternidad en la incertidumbre
del conocimiento absoluto de sus propias cuestiones axiomáticas.
Percibir
desde fuera este debate nos acerca tanto al infinito que parecemos elevarnos
pese a que, al ser conscientes en ese instante de ese viaje ascendente, esa
misma percepción nos hace descender de inmediato. Con estas reflexiones en la
mente y en el corazón, ¿no es acaso la consciencia para el alma la misma
gravedad que afecta al agua en su discurrir por la tierra?
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