Vencer
o sucumbir en algo no es decisión propia en el justo momento en el que el acto
se ha consumado. Hacer lo que hay que hacer, antes de que llegue el momento, se
corresponde con una visión proyectada y acertada sobre las posibilidades reales
que tenemos.
No
todos tenemos las mismas. De la misma forma en la que el cielo no debate su
dureza con la tierra, o la tierra no pretende ascender hacia el universo,
contraernos y expandirnos son siempre acciones que se complementan en la justa
medida de nuestro Dao individual, una brizna efímera del gran Dao que nos
contiene a todos.
Todos
queremos ser fuertes sin que nos quepa pensar que quizá no lo seamos en la
medida que cada situación nos requiere. El «Yes we can» es una falacia que nos convierte de inmediato en
esclavos cuyo peor patrón posible no es otro que nuestro propio ego.
A
veces no podemos, a veces lo duro es demasiado duro o nosotros somos,
esencialmente, demasiado blandos. No aceptar esto de partida nos lleva al
permanente conflicto de la culpa, del remordimiento, de la baja autoestima del
que siente que no ha estado a la altura que se esperaba de él. Nosotros somos simplemente
nosotros. Con nuestro cielo y nuestra tierra.
La
misma idea de vencer se establece con corrección en un único parámetro de ser
nosotros mismos, con nuestras fuerzas y nuestras debilidades. Con nuestras
expectativas de mejorar lo débil y nuestra esperanza de reblandecer lo duro
comprendiendo el sentido real de nuestra fuerza en equilibrio.
No
estamos ante la convicción de que para conseguir algo tenemos que ser más de lo
que somos. El libro nos propone entender la naturaleza primordial de la vida y
de la muerte, así como el concepto de adaptación a la singularidad del instante
desde nuestra propia singularidad; todo ello sin que medie una expectativa
inducida más allá de nuestra pura realidad.
La
vida y la muerte se distinguen en su solidez y su inconsistencia. La una
deviene de la otra sin perjuicio de sus diferencias. El cielo que baña todo
aquello que no podemos tocar dispone el espacio en el que fluctúan los sólidos
engranajes de una trama discutible. Es el instante el que determina el sentido,
el instante pone lo de arriba en su lugar y descansa en lo de abajo, mientras
nosotros debatimos el porqué de las cosas.
Es
así, somos así y nuestro yo más profundo lo sabe. Somos fuertes de espíritu o
no y a la vez débiles de intelecto o no; nuestros músculos relajados son
blandos esperando órdenes de dureza. Nuestros huesos son duros pero el núcleo
blando que contienen produce aquello que nos mantiene con vida ante las
invasiones.
Esta
danza permanente de conceptos, de consistencias, de expectativas, son el flujo perenne
entre el cielo y la tierra debatiendo los términos finales de la conciencia ulterior.
Una
vez más se nos invita a contemplar la fiesta de colores y sombras
solidificadas; se nos invita a distinguir para percibir la grandiosidad de la
obra, a espantarnos de su magnitud y a aceptar nuestra breve y efímera insignificancia.
Qué más significado que el de sentirnos público de algo tan maravilloso en lo
que lo blando y lo duro no son más que sonrisas y lágrimas inexpresivas.
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