Las
barreras del equilibrio son a veces indefinidas. Tanto como aquello que separa
a un mal menor de un mal mayor. Es cierto que el alma se debate constantemente
entre el cielo y el infierno sin saberlo. Opta por decisiones que esconden tras
el telón motivos bien diferentes a los nuestros.
Algo
así ocurre en nuestra mente. Descansamos de nosotros mismos y nos damos cuenta entonces
de cuanta presión contenemos; cuanto nos esforzamos por no ver aquello que
sabemos que no conviene a nuestras decisiones pasajeras. Y sin darnos cuenta,
esas decisiones tomadas a saltos y de reojo, contaminan el espectro de
posibilidades en el que se proyecta nuestra efímera existencia material.
Es
cierto que ablandarse no mejora el resultado y las briznas de hierbas que
rozamos, son ya suficiente para delatar su presencia a nuestro tacto. No es
preciso apretarlas, romperlas o arrancarlas. Tan solo susurrarles, desde la
piel, que estamos ahí para que el eco de nuestra llamada reciba su efectiva y
rápida respuesta.
En
ese roce sutil suficiente descansa la metáfora de nuestro discurrir silencioso
por la vida. Una vida que nos invita a florecer para después cortar nuestros
pétalos más sugerentes, siempre cuando menos lo esperamos. Una invitación al
resplandor que debemos obviar conocedores de sus dobles intenciones. La masa es
tenaz y su hálito mediocre hace agacharse desde abajo en sus miserias a todo
aquello que pretende alcanzar los rayos de sol que le delaten. El cielo también
se confabula con esta bajeza imperante en el mundo de los humanos.
Lo
hace ayudando a que prolifere la oscura inmundicia de los que se revuelcan en
el fango de la indecisión permanente por desidia. Ayuda a que crezca el
desorden propio de quienes no ordenan su interior por sistema. De los que han
decidido que no pueden decidir, una curiosa ironía solo invisible para quienes
tienen los ojos cubiertos de liviandad.
Es
por esto que el alma pura debe permanecer en el silencio de sus sombras para
que la brea de lo popular, investida de la autoridad falsa y putrefacta de la
mayoría, no le arruine el sentir delicado que pretende cuando mira hacia
arriba.
Es
por esto que el sabio, el que ha hecho el camino de conocerse y ha vuelto con
las alforjas vacías, discrimina cuidadoso en qué territorios expande su morada.
Lo hace así para no decirle al ciego aquello de su ceguera, ni invitar al sordo
a que comprenda con sus manos. El alma es individual y afín tan solo a una
minoría semejante.
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