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Las barreras del equilibrio. 37 LXXII



Las barreras del equilibrio son a veces indefinidas. Tanto como aquello que separa a un mal menor de un mal mayor. Es cierto que el alma se debate constantemente entre el cielo y el infierno sin saberlo. Opta por decisiones que esconden tras el telón motivos bien diferentes a los nuestros.
Algo así ocurre en nuestra mente. Descansamos de nosotros mismos y nos damos cuenta entonces de cuanta presión contenemos; cuanto nos esforzamos por no ver aquello que sabemos que no conviene a nuestras decisiones pasajeras. Y sin darnos cuenta, esas decisiones tomadas a saltos y de reojo, contaminan el espectro de posibilidades en el que se proyecta nuestra efímera existencia material.
Es cierto que ablandarse no mejora el resultado y las briznas de hierbas que rozamos, son ya suficiente para delatar su presencia a nuestro tacto. No es preciso apretarlas, romperlas o arrancarlas. Tan solo susurrarles, desde la piel, que estamos ahí para que el eco de nuestra llamada reciba su efectiva y rápida respuesta.
En ese roce sutil suficiente descansa la metáfora de nuestro discurrir silencioso por la vida. Una vida que nos invita a florecer para después cortar nuestros pétalos más sugerentes, siempre cuando menos lo esperamos. Una invitación al resplandor que debemos obviar conocedores de sus dobles intenciones. La masa es tenaz y su hálito mediocre hace agacharse desde abajo en sus miserias a todo aquello que pretende alcanzar los rayos de sol que le delaten. El cielo también se confabula con esta bajeza imperante en el mundo de los humanos.
Lo hace ayudando a que prolifere la oscura inmundicia de los que se revuelcan en el fango de la indecisión permanente por desidia. Ayuda a que crezca el desorden propio de quienes no ordenan su interior por sistema. De los que han decidido que no pueden decidir, una curiosa ironía solo invisible para quienes tienen los ojos cubiertos de  liviandad.
Es por esto que el alma pura debe permanecer en el silencio de sus sombras para que la brea de lo popular, investida de la autoridad falsa y putrefacta de la mayoría, no le arruine el sentir delicado que pretende cuando mira hacia arriba.
Es por esto que el sabio, el que ha hecho el camino de conocerse y ha vuelto con las alforjas vacías, discrimina cuidadoso en qué territorios expande su morada. Lo hace así para no decirle al ciego aquello de su ceguera, ni invitar al sordo a que comprenda con sus manos. El alma es individual y afín tan solo a una minoría semejante.

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