Forja de espadas |
Un fuerte
olor a carbón, musgo y quizá orín inundó mi olfato. Llegué con el consejo a la
espalda de otros muchos más grandes que yo. Me empujaron a su puerta para que
pudiese encontrar la materia que mi alma demandaba, un elemento compuesto de
hierro y carbón.
Me
encontré a un anciano encorvado sobre un pequeño yunque. Movía una piedra sobre
una hoja de acero en una cadencia permanente, un ritmo del que casi se contagia
de inmediato mi respiración.
Sin
levantar la mirada, absorto en su tarea, sus palabras me sorprendieron
sacándome del hipnótico trance de observar sus movimientos.
«Solo
tienes que esperar»
Solo
cuatro simples palabras. No volví a escuchar nada de él después de la última
sílaba que su rostro escondido me regaló. No supe responder, no pude responder.
Estaba atrapado en el movimiento de sus manos; él lo percibió de inmediato y yo
también.
El
olor me atravesaba cuanto más me acercaba a mirarlo. Fijé mi mirada en la hoja,
la víctima o beneficiaria de su gesto abrasador, rítmico y constante. No podía
ver más que un conjunto de islotes oscurecidos que afloraban como sombras en aquel
magnífico pétalo de acero alargado. Prometía ser algo excepcional, algo mágico.
Eran círculos de un color más oscuro que dibujaban un mapa topográfico
indescifrable en el alargado y afilado, cada vez más, cuerpo de la espada. Toda
la luz del espacio interior de aquel oscuro taller confluía en sus filos.
Seguía
adherido a la imagen, a un perfil incomprensible en el que no sabía si el
forjador estaba agachado, sentado o, simplemente, era un fragmento más del
acero puliéndose y afilándose a sí mismo. Sentí esa fusión, era lo que yo
deseaba, lo que me había hecho caminar semanas para llegar a este lugar tan
alejado.
La
montaña, el viaje y el cielo con sus noches estrelladas, me habían quizá
preparado para el impacto sensitivo de este instante. Creí que viajaba a
visitar a un artesano y me encontré con una espada encarnada. Era el silencio
convertido en estruendo, calor, humedad, olor y magia.
Sin
apenas moverse, volcó sigiloso un cazo de barro con extrañas inscripciones. En
su interior un líquido amarillento caía para bañar la hoja, lo hacía en una
línea discontinua desde el fondo hasta la punta. Era el tramo final de un viaje
interior en el que el acero y el humano se habían mezclado sin remedio.
El
secado duró horas, quizá segundos, no podría precisarlo. Después, las telas
blancas impolutas utilizadas en la limpieza, una tras otra, cientos de ellas,
caían a mis pies como si estuviese presenciando la llegada inminente de una
nueva primavera. Miré a la puerta para convencerme de que el invierno seguía
dominando el momento, pero competía el interior maloliente con los copos de
nieve que ya habían borrado los rastros de mi llegada.
Sin
levantar la cabeza, sujetando el arma con ambas manos enguantadas me la
ofreció. Arrodillado frente a mí, no podía decidir con claridad qué hacer en
ese instante. Solo el magnetismo del arma, su sutil vibración sonora, me hacían
aproximarme a ella como si el mismo destino estuviese construyendo ese momento
sin contar para nada con mi voluntad. Ese fue el único instante de temor antes
de tocar su empuñadura. Una vez que la así con la diestra, la duda se esfumó y
un feroz pero delicado espíritu contaminó de mortal perfume todas y cada una de
las partículas que me formaban hasta entonces. Mis pensamientos se
transformaron, mi mirada se acentuó, mis músculos se relajaron y mi corazón
latió al mismo ritmo de la forja; acababa de recibir el alma transferida sin
apenas saber qué ocurría. Ahora ella y yo éramos un único cuerpo, ahora tenía
la llave para abrir las grietas del alma en las que se esconde lo divino de
cada instante.
Juré
en ese mismo momento, sin palabras en mi mente, fidelidad eterna a la causa de
la verdad. En ese instante de juramento, de compromiso hacia el cielo y hacia
la tierra, vislumbre mi pasado, mi presente y un futuro en el que el cielo se
abría ante mí, ofreciéndome los dos caminos que señalan los dos filos del arma.
El cielo o el infierno.
El
hombre se alejó hacia el interior de las sombras y yo me alejé sin decir nada,
tan solo dejando en el portón la única condición recomendada como pago, una
bolsa con los fragmentos de hierro que en el viaje me regaló la montaña.
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