Me
pregunto siempre de dónde surgen mis razones para emprender una acción
determinada. Es una pregunta tramposa que me aproxima a vislumbrar la inconsistencia que tiene mi lógica racional,
la misma que me impide descender a zonas más profundas de la mente.
Desde
esa simple cuestión, hasta toda la retahíla de pensamientos asociados, suele
discurrir una parte de mí, normalmente aletargada, que percibe inmutable cómo
actúan los engranajes automáticos de lo lógico. Ese proceso ocurre entregando,
una y otra vez y sin descanso, un sí o un no al plasma mental de lo consciente.
No
puedo comprender de dónde surge mi intención original si no consigo sumergirme
en la parte más profunda de esa inconsistente fluctuación. Sentir la distancia que
separa lo que observo de aquello que intuyo roba toda solidez a mis
reflexiones. Un proceso improductivo a la vez que contraproducente.
Ante
la certeza experimental de esta distancia, me surge la idea de dejar de buscar
razones para mis actos, de aceptar definitivamente que forman parte intrínseca e
inmutable de lo que soy, quizá en una forma de esencia que nadie me garantiza
que exista. Y es en ese momento, en ese finísimo instante, en el que siento la
trampa que mi propia superficialidad me estaba preparando.
Las
veces que percibo el engaño, consigo descender de golpe a un nivel más próximo
al origen de mis intenciones originales. Comprendo que detrás de muchos actos
hay susurros ocultos a mis lógicas operativas. El interior no opera igual que
el exterior. Son dimensiones diferentes con exigencias de escucha distintas. Sin
descenso al nivel de lo intuido no hay comprensión real posible de nuestros
propios empujes.
Hablamos
de una zona de nuestra mente en la que apenas podemos hablar y en la que tan
solo escuchamos dejando que el cálido magma de la paciencia, esa eterna
aconsejada, enlace en orden correcto los segmentos de ADN de nuestras historias
más profundas. Al fijarse por completo la cadena de razones verdaderas,
entonces comprendemos. Sin deducir, sin reflexionar, sin determinar antes o
después, el mensaje es siempre claro e inmediato.
Esa
joya introspectiva está en nosotros desde siempre. Requiere de un estoico
silencio para mostrar su brillo. Vive camuflada entre razones aproximadas y
reflejos de un mundo externo que lucha por ocultarnos la dolorosa verdad. Son
impulsos de un cielo oculto en nuestro interior, que demanda la luz del
exterior para convertirse en algo más que en murmullos subliminales de eso que
llamamos subconsciente.
Qué
mayor luz que entender nuestro sentido a partir de los segmentos iniciales que
lo construyen. Ser testigos de esta subtrama, sin interferir plenamente en ella,
nos muestra la causa global ancestral que nos empuja, inmisericordes, al abismo
de una acción determinada.
Es
el silencio quién dispone, construye, muestra y fluye interiormente, dándole un
sentido ocasional a todo. Somos más vacío que lleno, y tan solo las corrientes
circundantes dibujan nuestra figura física y mental ante los otros. Quizá lo
hacen para devolvernos la sombra de lo que esperábamos ver sin intenciones.
Ese
es el mágico momento en el que nos percibimos como reflejos de un espejismo vacío,
rodeados de vibraciones que determinan el cómo, cuándo y por qué de nuestros
actos más inverosímiles. Los mismos actos que pretendemos dilucidar con una
simple estructura de blancos y negros entrelazados bien lejos del corazón.
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