La
victoria superficial no es nada cuando nos jugamos el alma. Un alma que curtida
en educaciones inconcebibles se engalana de pormenores para evitar el tedio de
no sentirse más que en referencia de algo.
La
proactividad del combate es tan sutil como un hilo de seda entre los dientes,
que no profundiza más allá del límite de la piel en la encía. Si forzamos,
sangramos, si nos quedamos en la puerta no entramos, si pretendemos algo más
que aquello en lo que el mero acto de la guerra consiste, herramos.
El
sin sentido de luchar hacia fuera nos lleva a precipitar nuestra derrota
interior aunque haya luces que celebren nuestro desatino; no es gratuito,
brilla el alma por su ausencia y eso lo determina finalmente todo. Es complejo
renunciar a la gloria imaginada cuando aún no hemos comenzado a sudar bajo la
cota, es preciso, imprescindible, apremiante, reducirnos. Bajar del corcel que
corre hacia el precipicio para sentir victoriosos una caída cuyo límite está como
siempre en el suelo.
En
eso nos apuntan los antiguos para perfilar el sutil desencanto que abre la
puerta a la verdadera libertad que clarifica la consciencia. Ser, estar,
alertas, permanentemente alertas, para poder fijar cuándo, cómo y por qué
actuamos. No podemos avanzar más allá de los límites predestinados aunque las
flores esperen impacientes nuestro desfile; puede que ese desfile lo realicemos
tumbados sobre un duro mármol definitivo. Es preciso, imperioso, ajustarse al
instante. Es tan fino, tan efímero, tan contundente, que no precisa
proyecciones imaginadas que difícilmente quepan en esta impresionante
prontitud.
No
anticiparnos, pero no llegar tarde al encuentro del aliento que nos da la vida.
No infravalorar lo desconocido asumiendo que la mayor parte de todo escapa a
nuestro control. Aceptar y decidir desde esta aceptación nos acerca al tao de
lo exacto antes de que una expansión descontrolada, cuyos límites se difuminan
en un infinito que no nos pertenece. Es el instante permanente construido el
que nos ofrece toda la gloria, toda la felicidad de la contención, todo el
placer del sentido inmediato y toda la vibración vital que el existir nos
confiere. Nos lo da poniéndonos delante aquello que admiramos, que odiamos o
que deseamos, no como una prueba, sino como un ejercicio constante del control
al que un buscador del tao no puede renunciar. Ese es el origen y el fin de un
universo que comienza en una inspiración y termina, definitivamente, cuando
exhalamos.
Comentarios
Publicar un comentario