¿Qué
nos sujeta al borde del abismo que queremos evitar? Conozco el sentido del
dictado, su utilidad, su necesidad, pero ¿qué nos consigue parar cuando el
fuego se incendia involuntario?
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y morir en silencio, con una sonrisa triste hacia afuera y un ceño interior
fruncido que conmociona el alegre despertar que ambicionamos. No es fácil; no…
Un buen guerrero no se deja llevar, pero a veces no es arrastre sino empuje lo
que siente. También, a veces, cuando todo fluye desde el cielo, parece que el
fuego ha dejado finalmente de existir.
Una
mota de polvo en el silencio de la tranquila madrugada, una simple mota, puede
cambiar el orden de la balanza, entonces el caos se dispara de inmediato, antes
incluso de que nuestros ojos lo proyecten hacia fuera. No usar armas, no enfadarse,
son premisas imposibles cuando el aire divino del intelecto no ilumina la
oscura perversión del origen transitorio que heredamos.
Por
eso es el arte de formarse el fundamento inquebrantable del verdadero guerrero,
de conocer, de saber qué ocultan las almas que peregrinan nuestras sombras
cuando los árboles de antaño dejan de darnos resguardo. Es preciso observar y
aprehender lo conocido para hacerlo parte del programa descodificado, ese que
nos invita a matar antes de pronunciar palabra, el que nos susurra misteriosas
órdenes que van más allá de lo aceptable.
No
podemos contenernos cuando la comprensión no alcanza el mínimo deseado. No
podemos ni intentar detener una furia que no se ha topado antes con el muro de
la compasión, la comprensión y la reflexión. Una furia huérfana de sentido que
no ha recibido el bautismo del cuidado personal, de la sobriedad del cultivo
espiritual que obliga, siempre, a mirar de frente a nuestra sombra, a aceptarla
y a demostrarle quién manda en la plaza.
Es
el alma trascendente la que está a resguardo del bien o del mal, no hay
dualidad en ella porque no es de este mundo. Es preciso nutrirla de amor, de
sinceridad y de convicción, para que podamos estar a la altura que el destino
nos depara. Un destino construido, un destino que avanza lento pero constante
hasta hacernos, quizá, caer en la cuenta
de que fuimos lo que no quisimos ser.
Las
leyes del pasado siguen existiendo en un presente que se niega a aprender la
lección. Nosotros somos testigos, cogemos el relevo de intentar cerrar el bucle
de la guerra y abrir el paradigma de la paz antes de que la esperanza se
disipe. Ahora y siempre es el momento para armonizarnos con el cielo y asumir
la verdadera lucha hacia la virtud.
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