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Armonízar la dependencia


Asumimos papeles de mando cuando apenas somos capaces de gobernar nuestros instintos. El ego permanente se encarga de dar al traste con todo aquello que imponemos para contramedir el impulso animal primitivo. Esta convivencia entre ego fabricado y animal sin domesticar coexisten frente a un alma hambrienta de serena compatibilidad. Lo alto y lo bajo se manifiestan de esta forma impidiendo la emergencia del término medio que alimenta el equilibrio de los opuestos.
Queremos gobernar desde arriba sin reducirnos a lo que consideramos abajo, sin caer en la cuenta que lo que es allí también es aquí. Descubrimos al pensar en esto que al final todo es ego disfrazado, porque el instinto real no obedece a restricción, tan solo a conciencia.
Reprimir su función antagónica nos lleva a acumular la presión oportuna para un desastre inevitable. Mientras, fabricamos ilusiones que enmascaren los minutos que pasamos frente al espejo para no darnos cuenta de ello en nuestros ojos. La mirada no miente al concienciar nuestro modelo de contraste. Es el alma la que clama silencio y oportunidad para emerger. Es la voluntad de ser más que otros la que nos lleva al derrumbe de lo posible porque existimos para la construcción de algo mucho mayor que nosotros mismos.
No podemos descubrir este misterio si previamente no aceptamos su grandeza y nuestra minúscula intervención en los designios infinitos de una entidad universal desconocida. Igual que ella se reduce a la carne en la que habita su soplo, nosotros debemos asumir la reducción necesaria de lo falso para encontrar la minúscula porción de lo cierto que esconde el eterno secreto que intentamos desvelar.
Grande y pequeño son tan solo circunstancias excepcionales y temporales de algo que no está sujeto al espacio ni al tiempo. Equivocada es pues la dirección de nuestra expansión reduccionista. Doblados los ejes de la conciencia que aspira a profundizar y conectarse con aquello que viaja mucho más rápido que nuestro mero pensamiento. El corazón late un sinfín de pulsaciones pero mantiene su ritmo, un ritmo pequeño que no podemos confundir con el latido solar que proporciona la vida en nuestra tierra.
Ese encuentro de procesos, esa reducción previa de la velocidad consciente para integrar la amalgama de complejos procesos que nos gobiernan, ese impulso desconocido que busca el placer ante la angustia de desconocer, no son más que el juego permanente de flujos que se entretienen mientras la vida evoluciona en todas direcciones.

Somos el árbol cuyas ramas crecen influenciadas por el sol, el viento y el sustrato que nutre sus raíces. Somos a la vez la sabia que emerge de sus células y el sentido inmediato de existir a través de un pensamiento que no terminamos de ubicar desde una visión altiva de nuestra estructura. El ser es mucho más que el «nosotros» y por eso debemos aceptar la proporción para que su enormidad se integre con el tiempo en nuestra memoria, en nuestros pensamientos y en nuestro fondo ahora inaccesible. Desde esta certeza obtendrá en realidad el alma lo que desea sin más velo que el fragmento de tiempo que vivimos.

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