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Mirar hacia atrás recuperando la conciencia heredada
quizá nos aproxima, de una forma más precisa, a la realidad de lo que somos. No
podemos dejar de pensar hacia afuera sin detenernos a vislumbrar las luces que
nuestros ancestros dejaron en nuestro interior.
Depurar esas luces de las sombras adheridas nos permite
un mayor nivel de luz interior para descubrir nuestro principio. Hacerlo es
tarea irremediable si queremos dar a luz el espíritu que espera pacientemente a
nuestro despertar.
No vamos de sobrados, esperamos simplemente a conocer el
sentido de este embarazoso proceso mediante el cual nuestro espíritu se perfila
como un instrumento más de un plan universal interminable. Viajamos en el
espacio y en el tiempo a través de los recuerdos sin pararnos a pensar si
realmente son nuestros o los heredamos de nuestros antepasados. Rendirles culto
es un acto de perfeccionar nuestra tarea permanente hacia lo iluminado de
nuestra esencia. Es crucial descubrir este proceso para dar la luz al mundo, la
partícula minúscula que nos corresponde aportar a lo que entendemos por
humanidad.
Quizá pensamos que la perdimos pero ser conscientes, en
esencia, es ya un acto de rebeldía frente a la fuerza con la que las ideas
intentan sujetar el inevitable resurgir del corazón. Este, atrapado entre el
cuerpo y el deseo de ser algo más que un aliento, nos susurra en los sueños
esas historias que nosotros mismos no quisimos contarnos cuando la luz del alba
nos despertó.
El mundo nos espera para despedirnos, el alba se perpetúa
con el atardecer para darnos conciencia de estar en un tiempo en el que todo
transcurre demasiado deprisa. Viajamos desde el pasado en una conciencia que
muta de personaje para adentrarse en los confines del infinito y lo hacemos
como polizones escondidos de nuestra inmediata reflexión materialista.
Solo el olor de este particular modo de comunicarse con
nosotros nos advierte de la importancia del acto de amar a los demás a través
de nuestras virtudes purificadas. Dar la luz y desgastar las sombras con
sentimientos más fuertes que su pésima naturaleza debe ser nuestra sagrada
misión en el viaje. Si olvidamos que todo es una creación fantástica de una
mente que quiere jugar todo el tiempo, la sombra que esos pensamientos proyectan
puede anquilosar el proceso emergente que nos procura el sentido de lo humano.
Nuestros padres y nuestros hijos darán buena cuenta de
ello cuando el círculo se cierre y el estado que nos rodee no sea más un eco de
la existencia que juntos, aunque separados por el tiempo, insistimos en vivir.
Qué otro fundamento podría consolidarnos más con la vida que esta certeza
aceptada en su origen, sin vincularnos a más símbolos que el que nos proporciona
la claridad que nos permite ver cómo, en cada segundo, nuestra mente produce
algo relacionado con nuestro entorno, con nuestro pasado y con nuestro futuro.
Solo el corazón sincero, depurado y cultivado correctamente, dispondrá de la
fuerza necesaria para separar el grano de la paja inservible de la que se valen
todos los instintos malignos que pervierten el sentido sagrado de la vida.
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