Buscamos un sentido intentando dar forma a lo informe.
Creemos que el cielo nos cobija a nuestro antojo y que todo el universo se
manifiesta en un leve reflejo de un pensamiento que se nos fuga inesperado. El
cielo es el cielo.
Nosotros recogemos lo sembrado pero es el cielo el que
nutre el alimento que nos inscribe en el registro silencioso del ser, sin
nombres, sin apellidos, sin forma. El agua no decide su volumen en el cántaro
que la contiene ni entiende al calor que la evapora. Es la consciencia de su naturaleza
dinámica, adaptable, sensible, nutritiva la que le da sentido a conocerse. El
Tao nos reúne y nos lanza allá donde el destino del conjunto lo requiere en un
plan insospechado. Comidos, crecidos y
formados, qué más podemos pedir que ser conscientes del milagro imperceptible.
Ser testigos mudos hacia afuera de lo que nuestro corazón goza ante una
creación tan desbordante, tan efímera y tan infinita a nuestros ojos.
Es una inercia ancestral que se propaga entre las diez
mil almas que nos precedieron montadas a lomos de un enorme pez cuya distancia
no podemos entender. El Tao dicta principio y final y nosotros, los testigos,
recibimos la luz interior del propio sentido de nuestra razón. Cuando esta se
agota volvemos al río de la virtud infinita y solo si crecidos y desarrollados
fuimos capaces de transformar la materia en espíritu.
Ese espíritu permanece creciente, nutriéndose de nuestra
capacidad de honrar la virtud comunicada por los árboles y respetar el origen
que desconocemos, sería muy osado no hacerlo cuando apenas somos capaces de
desgajar la mandarina que pretendemos comernos y luego, una vez en el interior
de nuestra boca, todo su proceso desaparece a nuestros ojos.
Bendita la bondad del cielo que nos ilumina, nos nutre y
nos protege según su dictado.
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