Parece difícil pensar qué decisiones son más importantes
en nuestra vida. En un texto como el Daodejing
nos encontramos con esta cuestión constantemente. No acaba uno de aclararse si en
realidad se trata de una autocrítica personal en la que tomamos prestadas las
palabras del texto como pretexto para borrar o rehacer campos de la memoria
extraviados.
El presente siempre supera a cualquier interpretación que
el pasado nos regale o el futuro nos prometa. Aquí y ahora cobra vida realmente
cualquier pregunta sobre nosotros mismos. El buen hombre o la propia vida parecen
enfrentarnos a una cuestión trascendental en términos de difícil interpretación
antagónica. ¿Acaso no es posible combinar ambos extremos? ¿Cómo podemos valorar
con justicia su precio?
La bondad se nos presenta como una cruda realidad
inalcanzable en la medida en que somos o no somos. Esta cuestión anterior a la
misma pregunta viene injertada de otros señalamientos de mayor profundidad.
La escalera de preguntas que intenta quebrar la lógica
que nos arrebata el libre albedrío se torna un elemento de orden que impide que
la espiral de cuestiones nos acabe separando de nuestro centro. Bondad/vida,
vida/riquezas, riquezas/ganancia o pérdida. Nos encontramos ante una escalera descendente
de cuestiones que nos obliga a bajar desde la superficie de los conceptos
sociales hasta una cuestión central más fácil de abandonar. Pregunta
La maraña de dudas
entrelazadas entre cada fila del texto es difícil de deshacer. Es preciso ir
abandonando progresivamente cada dualidad impenetrable para abordar la
siguiente con un grado más de pureza, entendiendo pureza como un estrato menos
contaminado por nuestro propio pensamiento. El eje es siempre el ego, como si
los eslabones de nuestra cadena tuviesen un ADN particular repleto de yo.
Mi vida y mi bondad en contraste para sumergirnos en
comprender el verdadero valor de las cosas y, en la última escena del tercer
acto, quién duda, quién busca la bondad y quién gana o pierde.
Ese ego permanente se resiste a abandonarnos gracias a
estas cuestiones tan importantes que le suelen dar más vida que olvido. Sin él ¿qué
sentido tiene atesorar en exceso, acumular para ir lanzado a por más posesiones
o permanecer en la irrealidad de las aficiones que nos alejan del momento presente
en el que discurre realmente la vida?
Amigo, consejero o cortapisa, el ego nos permite la
supervivencia entre pares. Nos ayuda a sentir la vida en compañía, pero también
nos invita a la posición de altura, a llenar la propia vida de elementos que
justifican ganar o perder. El entorno hostil permanente también justifica que
adoptemos una actitud ante el instante en la que la opción de victoria suele
ser más poderosa que la opción de bondad, sin que ello nos lleve a plantearnos
el motivo de la decisión.
La luz y la oscuridad se alternan para dejar un eco
insoslayable de su efímera presencia. En ese eco, si el silencio nos asiste,
encontramos el sentido real de nuestros actos sin preguntas, la bondad
necesaria para justificar nuestra participación en un plan de un orden superior
al de nuestra minúscula agonía vivencial. El alma no está sujeta a conceptos y
el Dao, aunque absoluto, se
manifiesta particularmente en cada grano de arena que nos azota. Es el tiempo
el que determina nuestro sentido real y el curso del río que otrora discurrió
bajo nuestros pies el que nos invita incierto a tomar diversos rumbos
existenciales.
El ruido de nuestro propio pensamiento construyendo
nuestra sombra puede ser borrado fragmento a fragmento cuando nos liberamos de
la necesidad externa de bondad, de la supervivencia a costa de todo, de la riqueza material como signo de poder y
felicidad, de la incapacidad de detener el ansia consiguiendo frenar el tren
desbocado de nuestra certera insuficiencia como egos solitarios. El todo nos
llama constantemente y nos invita a colaborar en la gran obra del universo
renunciando a percibir como insoportable nuestra enigmática levedad.
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