Desde el espacio
temporal que ocupa la supuesta batalla entre el El emperador amarillo, Huang Di y El emperador Yan de la gran
meseta tibetana, hasta nuestros días, parece que nada ha cambiado.
Decía Jean Paul
Sartre, uno de los grandes filósofos del siglo XX, en su magnífica obra La náusea que «nada ha cambiado y sin embargo todo existe de otra manera». Y quizá
esta aproximación filosófica a la eternidad manifestada del momento existente,
desde un existencialismo inversamente proporcional a la responsabilidad del
individuo de dar sentido a su vida, nos muestra un aspecto interesante del que reflexionar sobre el tercer texto del Dao
que hemos trabajado en esta última cita de nuestro club.
Lo que en aquellos tiempos era,
sigue siéndolo ahora. Las conjeturas de superioridad o inferioridad quedan en
entredicho con un paradigma intermedio que acapara un estado de equilibrio
necesario pero de difícil aproximación. El Dao
en su indefinible estructura se oculta a los ojos de aquellos cuya risa
engalana su significado aparente. Sólo los superiores se ejercitan en su
propuesta de naturalidad profunda.
Una clasificación de tres
espectros: cielo, hombre y tierra nos muestra a las divinidades que habitan en
cada entreplanta de esta espiral ascendente del sentido rediseñado. A lo
inferior, con su habitual coherencia práctica existencial y absolutamente
alejado del objeto de su mofa, cualquier atisbo de plenitud personal le es
negada. Lo intermedio se debate entre subir y bajar para estar oscilando en el
término medio que denominamos sociedad. Lo alto, lo excelente, culmina su tarea
kármica entregándose por completo a la escucha y el ejercicio de aquello que es
capaz de leer entre las grietas de su existencia.
Volviendo a Sartre y La nausea, cómo ubicarse en ese
territorio intermedio en el que el intelecto, consciente de esta dicotomía
atrayente bidireccional, se debate en querer entender un sentido que cumpla
todas sus expectativas frente al nihilismo derrotista de imaginar que no somos
más que una nada aparentemente encarnada. Aceptar nuestra incapacidad
intermedia para ver con claridad la lejanía de lo alto y apenas oler la
nauseabunda cotidianidad de lo bajo puede ser un paso instruido propuesto por
este texto milenario.
Lo que queremos, lo que
deseamos, lo que imaginamos, se presta a las influencias perniciosas de un
efluvio descendente que no alimenta más que a gusanos internos encarnados en
forma de demonios personales incorregibles. Lo que podemos escuchar, sentir y
intuir, sin que nuestra rima se cuele entre los sonetos variopintos de una
música en la que apenas intervienen nuestros suspiros, puede ser el paso a entender nuestra
insignificancia para luego experimentar, sin amargura, el proceso de existir
siendo. Como diría Heidegger «la angustia es la disposición existencial que nos
coloca ante la nada». La actitud con la que nos asomamos a ese abismo
insondable determina la forma en la que el eco retornará nuestras expectativas,
sin ellas, ¿qué sonido acariciará nuestros oídos?
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